El protocolo es férreo si existe la mínima sospecha de que un menor está en peligro. No hay fisura posible. Y en cuanto se pone en marcha el engranaje de protección es difícil parar la maquinaria. Es lo que Pamela La Rosa está viviendo en primera persona. A sus 22 años, madre primeriza y en un país que no es el suyo, lleva dos semanas atrapada en una pesadilla desde que Servicios Sociales se llevó a su bebé recién nacida. “Yo no entendía bien nada. Estaba con la bebita cuando tres mujeres se me acercaron. Me dijeron que tanto ella como yo corríamos peligro y se la tenían que llevar”. Una era asistente social de la Comunidad de Madrid y las otras dos expertas en violencia de género del Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz. Incapaz de reaccionar, Pamela sólo atinó a aceptar la primera oferta que le hicieron: mudarse a una casa de acogida para mujeres, en la que podría estar con su hija cuando saliera del hospital. Pero nada fue como le prometieron.
Peruana, llegó a España siguiendo los pasos de su pareja, de 30 años y padre de la criatura a la que dio a luz el pasado 26 de marzo, y a la que confiaba poder darle un futuro mejor. Ahora no sabe con seguridad ni cuándo podrá verla. Todo se precipitó el 22 de febrero, cuando Pamela llamó a la policía para denunciar que estaba sufriendo un episodio violento en casa; “una discusión con forcejeo, que no quería que se repitiera y por eso, como una lección para él, llamé a comisaría”, aclara. “Yo no sabía cómo son las leyes en España”, relata con el desconcierto de los hechos encadenados en menos de un mes.
De inmediato se activó otro protocolo también férreo, el de protección de una posible víctima de violencia machista que además estaba en avanzado estado de embarazo. A él le impusieron una orden de alejamiento de 500 metros y ambos se la saltaron “porque tratamos de hacer una vida normal y en esas me puse de parto. La única persona que estaba ahí era él y decidí que ante la urgencia me acompañase”. Y así, llegaron juntos al hospital y entraron juntos al paritorio. Pasadas horas, la policía se lo llevó detenido y a las 48 llegó Servicios Sociales. Fue el último día que vio a su hija durante casi dos semanas, porque al darle el alta le aseguraron que cuidarían de la niña hasta que tuviera un espacio seguro en una casa de acogida, donde el presunto agresor machista no tuviera forma de ponerlas en peligro, pero nadie la preparó para lo que estaba por llegar.
“Al día siguiente volví al hospital para verla y darle de lactar, y me dijeron que no sabían donde estaba mi bebé. No sabía ni qué hacer ni a dónde ir”. Ahí empezó un periplo de puerta en puerta: del Instituto del Menor a la Fiscalía de Menores, pasando por los juzgados de Torrejón y el GRUME (Grupo de Menores de la Brigada de Policía Judicial). Ninguno ha sabido darle una solución. Rota por dentro y por fuera, con sus lágrimas a la vista y cuatro puntos de episiotomía aún sin curar, se siente desprotegida y desconfiada. Cuando finalmente hace una semana le ofrecieron una habitación en una casa de acogida la rechazó: “Les pedí que hablaran con mi abogado porque hasta entonces todo había sido mentira. Y lo siguiente que me dijeron es que mi hija estaba ya en una familia de acogida provisional”.
Ahora no sólo ha perdido temporalmente la tutela de su hija, sino que tiene el estricto régimen de visitas establecido en estos casos: “Una hora, una vez a la semana. Me dejaron verla este lunes y tengo que esperar hasta el que viene para volver a verla, siempre bajo supervisión. No me dejaron ni darle el pecho porque me dijeron que ya estaba tomando leche de fórmula”. En ese momento se enteró de una decisión tomada sin siquiera informarla. “Lloré tanto al verla… La abracé, la besé… No quería despegarme de ella”. Pero no tiene otra opción. “Incluso me prohibieron expresamente que le hiciera una foto”. Sólo tiene las que se hicieron esas primeras 48 horas juntas tras dar a luz.
El problema de las situaciones desesperadas, cuando uno sólo ve muros ante sí, son las decisiones precipitadas de las que a la larga se desconocen las consecuencias que puedan llegar a tener. Asesorada por su abogado, Pamela acaba de solicitar la retirada de la denuncia que puso por violencia machista. Confía en que sea la vía para que la maquinaria no siga su avance y pueda recuperar al fin a su recién nacida. Mientras, sigue las reglas que le marca el sistema: está en una casa de acogida, no se comunica con su pareja y sólo trata con los dos únicos sostenes que tiene en España, una amiga y su tía. “Lo primero ahora es mi hija. Las demás personas no me importan”, insiste, sintiéndose impotente: “Me siento corta de brazos. Quiero hacer más y no puedo. La quiero ya a mí lado”.