La dulzura de su voz contrasta con la dureza de sus palabras. “Imagina lo que es ver cada día a tu abusador y que siempre te pida un beso a cambio de darte un chicle. Como si nada hubiera pasado, como si sólo hubiera sido un juego. Llegué a pensar que él creía que no me acordaba de cómo me había tocado, de cómo me había pedido que lo tocase”. Pero el recuerdo es imborrable: ella tenía 7 años y su abusador 60. Dos décadas después, los delirios, la angustia y la depresión en la que vivió atrapada han remitido al fin. A sus 27 años, Débora Cárceles ya no depende de pastillas para dormir y sobrevivir como los dos años, desde los 7 a los 9, en los que sufrió continuos ataques de pánico y ansiedad por tener que guardar silencio. “Cuando me preguntan qué me pasaba yo sólo decía no sé, no sé…”.
Le costó asumir que había sido víctima de un depredador de menores que no repetía víctimas. “Cada domingo se llevaba a niñas diferentes a su casa o a la gasolinera donde nos compraba chuches y polos. Siempre lo planteaba como un juego. Nos decía que nos sentáramos encima suyo para jugar con las monedas y nos enseñaba dados con dibujos de posturas sexuales. Incluso nos contaba las relaciones sexuales que mantenía con su mujer. Y si nos bañábamos en la piscina, nos secaba y nos pedía que nos cambiáramos de ropa delante suya”. Por supuesto, nunca había adultos cerca que pudieran observar su comportamiento. Tampoco lo sospechaban. Se trataba de uno de los hombres de confianza en la comunidad evangélica de Terrassa, en Barcelona. Diego, el tesorero, era la mano derecha del intocable pastor de la Iglesia Samaria, José García, y durante años abusó de niñas que ahora, ya adultas, alzan la voz, pese a que el culpable está muerto.
El camino no ha sido fácil. Débora todavía recuerda esa vocecita de niña que se cuestionaba con temor qué pasaría si lo delataba. “Crecimos viendo vídeos en los que nos mostraban imágenes de cómo arderíamos en el infierno si nos portábamos mal, si éramos unas pecadoras”. Y eso es lo que sintió el día en que el tesorero, inquieto, les pidió a ella y a su mejor amiga que se lavaran bien las manos y no le contaran nada a nadie.
Debían callar cómo él aprovechaba para tocarlas cuando jugaban al escondite o cómo se escondía caramelos en el calzoncillo para que ellas los buscaran y, sobre todo, lo que vio Débora aquel día en su casa: cómo le pedía a la otra niña que lo masturbara. Y ambas callaron. Salvo que a Débora ese silencio la consumió por dentro y los demonios empezaron a acecharla. “Llegué a verme los brazos arder en llamas, como si me consumiera en ese infierno con el que nos amenazaban en Samaria”.
‘La gente del mundo’. Así se referían a todo el que no fuera de la congregación, que llegó a alcanzar el millar de fieles. Debían evitar a toda costa las influencias del exterior y el que abandonaba se enfrentaba a la posibilidad de que siete demonios lo poseyeran. Para los impuros reservaban el castigo de una eternidad apocalíptica en la tierra, mientras al resto lo salvaba Dios. En su burbuja, su semidiós, el líder indiscutible al que seguir era Pepe el pastor. “Aquello era una secta con todas las letras”, resume Débora, sintiéndose ahora liberada. “Recuerdo que Pepe tenía guardaespaldas y cambiaba cada dos por tres de Porsche. Sin que ninguno de su familia trabajara. Ni su mujer, la pastora, ni sus tres hijos. Sus ingresos eran los diezmos de la comunidad, que eran un diez por ciento del sueldo de cada feligrés. Llegaron a recaudar un millón de euros para otra iglesia que nunca construyeron porque, según el pastor, el arquitecto le había robado”. Y nadie lo denunció.
Todo saltó por los aires en 2022, tras casi medio siglo de reinado samario, cuando un joven no pudo más y contó los abusos del profesor de baile. Otro abusador de menores. Pero la reacción inicial del pastor, que pretendió ignorarlo, terminó por destapar un escándalo más, el de sus propios abusos a mujeres. En su caso, para que callaran, las amenazaba con que una especie de justicia divina mataría a sus hijos ipso facto si lo delataban. Para entonces, Débora llevaba seis años fuera; dejó la congregación con 18 años, cuando temió que si no se iba terminaría suicidándose. Sus padres no la frenaron en su empeño. La habían visto sufrir demasiado sin saber el porqué, hasta que se lo contó a su madre y ya no hubo marcha atrás. Toda su familia dejó Samaria. “Siento que rompí un círculo. Si yo no hubiera salido quién sabe si mis hijos habrían crecido atrapados allí, igual que mis padres y mis abuelos”.
Ahora, envalentonada, ha recurrido a la justicia de la mano de Vosseler Abogados. Junto a ella se han sumado otras dos jóvenes víctimas del tesorero y otros tres varones de los que habría abusado el profesor de baile. Pero saben que son muchos más, entre los que aún guardan silencio, los que sus abusos ya han prescrito y los que aún no se atreven a denunciarlos. “Porque cuesta sanar. Es algo que te marca para siempre y te llegas a odiar. Yo todavía no sé ni cómo he salido. Así que me digo a mí misma: olé tú”.