Son días difíciles en casa de los Buza. Este año ni siquiera harán una concentración en Carmona, Sevilla, para recordar la pérdida de su hija Ana. Están desfondados y prefieren guardar energía por si reciben otro imprevisto de esa justicia que tanto ansían y tanto les ha fallado. Cuesta no ponerse de su lado. En estos cinco años lo han tenido que pelear prácticamente todo, con enorme empeño y un gran desgaste físico, mental y económico, para demostrar que su hija de 19 años no saltó de un coche en marcha en plena autovía A-4, sino que su novio la atropelló a una velocidad tal como para propulsar su cuerpo por encima del quitamiedos. Nada se pudo hacer por salvarla. Ana Buza murió en esa carretera la madrugada del 7 de septiembre de 2019.
“El timbre sonó a las 7:20 de la mañana”. Antonio Buza recuerda cada detalle de estos años con precisión matemática. Para algunos instantes, sigue cogiendo aire antes de contarlos: “Abrí en pijama y lo primero que pregunté a los agentes fue si me habían robado alguna propiedad. Y me dijeron: ‘Ojalá… Su hija ha muerto en extrañas circunstancias’. Y ahí entré en shock, me volví loco y me abracé a uno de ellos sin parar de llorar”. De no haberlo hecho, se habría derrumbado. De ahí en adelante siguió en pie porque tenía un objetivo: demostrar que la muerte de su hija no había sido un suicidio sino un asesinato. En el proceso, superó incluso un ictus que lo dejó postrado, sin habla. Ya no hay quien lo calle. “Han sido tantos los errores, que cuesta sobrellevar bien todo esto. Porque sí, yo he llorado mucho, pero el sistema me ha vuelto insensible”.
Las versiones del novio y un padre incrédulo
Nada comparable con descubrir la relación tóxica de Ana con Rafael-seis años mayor- que nadie detectó o supo interpretar a tiempo. Apenas llevaban un año juntos. “Lo más increíble es que yo le quería por lo que sentía mi hija por él”, se lamenta Antonio. Y eso, sumado al dolor que les anuló y noqueó, lo difuminó como sospechoso durante los primeros días. Fueron incapaces de pedirle explicaciones. De hecho, tardaron en saber que la única versión que les había dado difería de la que dio a la Guardia Civil. “A nosotros nos dijo que Ana se había caído del coche cuando se agachó a coger una mochila y que salió disparada cuando, de repente, se abrió la puerta”. En el resto de versiones, hasta apuntó que Ana se había quitado la vida debido a la presión paterna. Una sensación de culpabilidad que a Antonio le costó remontar, como la vergüenza de haber prestado dinero al presunto asesino de su hija. Pero en esos primeros días ni se lo planteó. En su absoluta tristeza, deambulando como zombies por su casa, le dejaron acceder al ordenador de Ana con la excusa de que, según él, había material de la joven que ellos no querrían ver. 700 archivos fueron borrados. Los han intentado recuperar. La mente matemática de Antonio ha trabajado incansable para procesar y datarlo todo. A las 36 horas de la muerte, sin resultados de la autopsia, la Guardia Civil cerró la investigación como suicidio. Al cuarto día, él ya estaba buscando respuestas. Convenció a Rafa para volver al punto exacto donde ocurrió todo “y allí, según le iba escuchando, compruebo que se incumple las leyes de Newton, la de la gravitación universal, la de la inercia… No hace falta ser un genio para detectar que algo no cuadraba”, apunta.
Desesperado, 11 días después decidió personarse en la causa y descubrió que el doliente enamorado de su hija había dado hasta cuatro versiones distintas en el lugar de los hechos: que perdió el control del coche al cruzarse un animal; que ella iba sentada detrás del copiloto y al girarse él para decirle algo chocó contra el quitamiedos; que se tiró del coche porque había discutido con su padre por las notas; que, en realidad, Ana se lanzó al asfalto por un asunto de dinero.
“Le gustaría tenerme en una jaula”
Pese a la incredulidad de los agentes, que no podían entender cómo Rafa estaba sin un rasguño y Ana, muerta tras el quitamiedos, a 60 metros del coche, no quedó detenido. A Antonio le costó más de un año que fuese señalado como investigado, y más de cuatro que la instrucción recayese en un juzgado de violencia de género. Antes, tuvo que escuchar la inmoral respuesta de la primera jueza que a punto estuvo de cerrar el caso nada más caer en sus manos: “Su hija se ha suicidado, está clarísimo. ¿Se entera o no se entera? En caso de que fuese violencia de género le correspondería a mi compañero de arriba y no a mí. Ahora me voy a la sala de vistas, que tengo cosas importantes que hacer”.
Un día después de esas palabras, Antonio recibió el mail de una psicóloga a la que Ana había pedido ayuda meses atrás. La joven buscaba una terapia para tratar a su novio, del que estaba “locamente enamorada, pero es muy celoso, manipulador y violento (…) y le gustaría tenerme dentro de una jaula donde solo tuviese acceso él”, escribió. Por supuesto, este correo ayudó a apuntalar el giro de la instrucción. ¿Y si se trataba de un maltratador que había alcanzado el cenit de su violencia? ¿Cómo demostrarlo con una investigación cuestionable en la que hasta olvidaron pedir las cámaras de videovigilancia de la autovía? Cuando Antonio las reclamó, ya era tarde. Suma y sigue, como todo lo invertido. “No quiero detallarlo; mucho, miles y miles de euros. Lo tengo todo justificado para demostrar lo que la Guardia Civil y la justicia no se han gastado”.
La lista es larga: detectives, forenses, criminólogos, reconstructores de accidentes, ingenieros aeroespaciales y expertos telemáticos, incluso por duplicado. Todos coinciden en el mismo diagnóstico: es la escena de un atropello y no de un suicidio. Su teoría es que Ana y su novio tuvieron una discusión, pararon a un kilómetro de la salida 511 hacia Carmona y ella se bajó. Las pruebas demuestran que ella estaba de pie antes del impacto, y que las lesiones que presenta en piernas, cadera y espalda están provocadas al golpearla el coche a 117 km/h., coincidiendo con las abolladuras que presentaba la carrocería.
Ella murió en el acto. Pese a salir totalmente ileso, Rafa no llamó pidiendo auxilio. Su teléfono móvil ha sido otra clave. Según la pericial, fue manipulado. Bien antes de declarar a los nueve meses de los hechos, bien después de reclamárselo en sede judicial, donde alegó que no tenía batería y la jueza anteriormente citada volvió a coronarse: “Tráigalo recargado en dos o tres días, aunque quedaría usted muy mal si borrase algo”. Y, por lo que sea, lo borró. El de Ana, ídem de ídem. Lo encontró su padre en la cuneta cuando volvió a peinar la zona a los 19 días, como ha seguido haciéndolo de manera intermitente durante estos cinco años, en persona, sobre el mapa, en un bucle mental… A la espera de que el juez actual decida si archiva el caso o abre juicio oral por homicidio o asesinato. “Yo confío en la ciencia-recalca-. En Derecho, dos más dos pueden no ser cuatro, pero en este caso dos más dos siempre da cuatro. Y esta suma el asesino de mi hija no podrá esquivarla más”.