“¡Te los voy a matar uno a uno! Te voy a matar a ti y a los animales, los voy a envenenar a todos. ¡No sabes quién soy!”. Estas son las amenazas que Rafa le lanzaba a Perla, sin dejar de apretarle la mandíbula. Fue el colofón a una secuencia de golpes: le pegó un puñetazo en el pómulo, la tiró al suelo, le pateó el cuerpo y la arrastró de los pelos por toda la finca. Allí, en su terreno, a la puerta de su casa y sin previo aviso, se lo encontró ella la tarde del pasado 3 de febrero. Pese a que llevaban separados desde finales de 2022, seguían en contacto y él conocía perfectamente sus rutinas, pese a que ante el juez negó incluso que hubieran sido pareja durante un año y medio.
“Empecé a salir con él por la presión familiar, porque mi madre me decía que me iba a quedar sola… Y mira cómo he terminado, sin ganas de estar con nadie más”. Perla enviudó en 2009 y durante diez años se dedicó por entero a su trabajo, sus hijos y su debilidad, sus animales. No hace distingos. Ahora mismo convive con dos burros, cuatro perros, seis gatos, dos conejos, dos gallinas y una oveja; “todos enfermos. No viajo nunca por ellos”. Vive por ellos. A Rafa lo conoció en 2019, era quien le erraba los caballos.
En parte, la brutal paliza la recibió por protegerlos. Perla no duda de que el fin último es hacerle daño a ella, pero ha comprobado que a él le vale tanto si el dolor lo recibe de forma colateral o directamente. Hasta hace nueve meses nunca la había pegado. El maltrato se centraba en controlar sus movimientos, saber dónde estaba, con quién hablaba o cómo se comportaba; le afeaba si era sociable “con otros”; la minaba por su forma de ser. Aguantó año y medio. Pero tras romper, no puso distancia del todo; vivían cerca, compartían círculo de amistades y, sobre todo, tenían una burra en común. Luna llegó a sus vidas fruto del intercambio con otro ganadero de dos cabras que tenían en propiedad, a las que en su momento Perla rescató del abandono. Nunca imaginó que el mero gesto de poner la burra a su nombre lo usaría en su contra: “Ha llegado a ponerla a la venta para consumo de carne, con el único fin de hacerme daño”.
Rafa sabe que sus animales son su punto débil. La tarde de febrero, que se lo encontró de imprevisto en su finca, los estaba golpeando. “Y no paró ni cuando me puse de rodillas suplicando que no lo hiciera”. Solo le frenó que ella se interpusiera, y entonces descargó toda su violencia sobre ella hasta dejarla postrada, con dos costillas rotas, el pómulo fracturado y el miedo instalado para siempre en el cuerpo. “Ese día me cambió la vida para siempre. Yo vivía despreocupada y ahora echo la llave siempre, vivo en alerta y quiero mudarme otra vez”. Ya lo hizo tras la paliza, que por supuesto él negó. Tuvo la desfachatez de alegar que ella se había subido borracha a la burra y que las heridas se las causó al caer. Un sinsentido que, por supuesto, la jueza no creyó.
La Audiencia de Pontevedra acaba de ratificar la condena de dos años por lesiones y amenazas cometidas en el ámbito de la violencia contra la mujer, a lo que suma la prohibición de acercarse a menos de 200 metros de Perla, su finca y sus animales. Si algo le quedó claro a la magistrada es que estos últimos también están en el radar del maltratador. “Para mí no hay duda de que es violencia vicaria”, se lamenta Perla, con la mente puesta en poner más tierra de por medio, pese a que ya se alejó de su ciudad natal, de su familia, vendió su casa y buscó un terreno casi inaccesible, donde apenas interactúa con nadie para evitar que él pueda dar con ella. Una distancia forzosa que no le quita el miedo de encontrarse un día un caballo envenenado, un conejo mutilado “o lo que es peor, que se lleve a Luna”. Por eso, reclama un paso más de la justicia con el que a día de hoy asume que no cuenta: una casa de acogida para proteger a sus animales de la furia descontrolada de su expareja, porque está convencida de que volverá a actuar.