María Carmen (nombre ficticio) nació en Honduras y cuando era una niña de apenas cinco años se quedó sola en la vida. Sus padres murieron y una vecina se hizo cargo de ella, pero cuando cumplió 12, esa misma señora la vendió a un hombre de 29. A partir de ese momento, la tortura se tornó en costumbre. “Con él solo conocí el maltrato. Me disparaba, me apuñalaba, me golpeaba, me violaba, me usaba. Tengo una cicatriz en la cara, otra en la pierna. Tengo cicatrices por todo el cuerpo”, cuenta.
Este señor la trataba peor que a un animal, la tenía secuestrada. Estuvo encerrada con llave durante cuatro años para que no pudiera escapar, y el ritual era siempre el mismo: llegaba borracho, la insultaba, la pegaba y la violaba hasta que se cansaba. Con 13 años se quedó embarazada. No se dio cuenta porque era una niña y no sabía cómo funcionaba el cuerpo humano. A pesar de su situación, las palizas prosiguieron y a los tres meses, perdió el bebé que esperaba. “Estuve ocho días con mi hijo muerto en el vientre. Tenía fiebre y no podía ni levantarme de la cama”. Aquí intervino la hermana de su carcelero que se percató de la situación y ante el miedo de María Carmen pudiese morir y él ir a la cárcel, la llevó a un hospital.
Se quedó embarazada de nuevo con 13 años
Allí le hicieron un legrado, la estabilizaron y la mandaron para casa. No saltó ninguna alarma. Una niña con signos evidentes de maltrato, embarazada y muy enferma no llamó la atención de nadie. “Allí es normal que las niñas paran a esa edad”, apunta María Carmen. Volvió al infierno de los golpes y los ataques y al mes, se volvió a quedar encinta.
Dio a luz entre tundas, humillaciones y agresiones. No solo una vez, si no cuatro. Una niña que cuidaba a otras niñas sin saber muy bien cómo y con el miedo incrustado dentro. Así estuvo 16 años, hasta que la hija de la mujer que la vendió la animó a dejarlo todo y venir a España. María Carmen tenía 29 años, no había conocido la libertad, no había tenido infancia, ni adolescencia y decidió dar el paso. Fue una decisión difícil porque implicaba dejar atrás a sus hijos, pero al mismo tiempo, podía intentar darles una vida mejor y para ella significaba tener una vida, a secas. Algo que no había experimentado. Hay que entender el estado psicológico en el que se encontraba María Carmen. Una mujer derruida, esclava y sin herramientas para enfrentarse al hombre que la destrozó.
El maltrato pasó a los hijos
Fue duro. Tenerlos lejos fue muy duro. María Carmen se puso a trabajar en cuanto puedo y procuraba enviarles dinero. Se vio obligada a mandar remesas a las vecinas porque él se lo gastaba todo en alcohol y no les llegaba a sus hijos. Ellos se llevaron la peor parte, no solo no tenían a su madre cerca, sino que los insultos, las amenazas y los golpes que ella recibía pasaron a sufrirlos ellos, algo que María Carmen todavía no se perdona.
Durante cinco años no paró de trabajar y de intentar traer a España a sus cuatro hijos, pero él se negaba y sin su consentimiento, poco se podía hacer. “Solo te permito que vayan para allá si yo también voy”, le repetía su maltratador. Al final, María Carmen no encontró una solución mejor y optó por solicitar la reagrupación familiar. Todos aterrizaron en España. ” Cuando él llegó quiso obligarme a estar con él otra vez, pero yo ya no. Aquí me sentía bienvenida, me sentía más segura y no quería estar con él. Se lo tomó muy mal y la amenazó a ella y a sus hijos. Esas amenazas de muerte ocurrieron aquí, pero cuando María Carmen fue a poner una denuncia al día siguiente y narró a la Policía todo lo que ese hombre les había hecho a ella y a sus hijos: “Me dijeron que no podían hacer nada, que todo había sucedido en Honduras y que ellos no podían hacer nada”, explica.
Les perseguía, insultaba y amenazaba
Con el miedo en el cuerpo María Carmen empezó a coser de nuevo su vida. Sus hijos empezaban una nueva vida libre de maltrato, pero las relaciones con ellos tardaron en mejorar. La culpaban de su suerte y de haberlos abandonado en Honduras. Algo que su padre les repetía una y otra vez: “Vuestra madre os ha abandonado y se ha ido a España a prostituirse”. Poco a poco fueron trabajando el resentimiento, sin embargo su maltratador les acosaba. “Me buscaba por todos sitios, me amenazaba, me decía que me iba a matar, que iba a matar a mis hijos y después se suicidaría“, recuerda María Carmen. Perseguía también a sus hijos. Raro era el día que alguno de los niños no llegaban llorando a casa porque el padre les había increpado, amenazado e insultado por la calle.
María Carmen no volvió nunca a la comisaría. Su primera experiencia fue tan dura y se sintió tan sola, que pensó que “todo funcionaba igual que Honduras”, donde los maltratadores gozan de una cierta impunidad. Así que se tuvieron que volver a acostumbrar al miedo. Los agentes dijeron no podían cursar la denuncia, pero tampoco le ofrecieron opciones a María Carmen. No le hablaron de los servicios para la mujer, ni le facilitaron teléfonos de asociaciones de víctimas de violencia de género que podían haberla ayudado.
Un día la atacó por la espalda
Para proteger a sus hijos María Carmen intentaba acompañarlos siempre que le era posible. Un día, acudió a verlos jugar al fútbol. El hombre que la había comprado con 12 años decidió atacar. Cogió una silla y de forma sorpresiva empezó a golpearla por la espalda. Sus hijos intervinieron para defenderla, testigos también y llamaron a la Policía, pero él huyó. Y entonces sí, el sistema empezó a funcionar. Tardaron quince días en localizarlo y fue extraditado a Honduras.
“Cuando me enteré que lo habían mandado allá fue un momento muy muy feliz. Nos quitamos un peso de encima, sentimos una gran tranquilidad ya podíamos salir a la calle sin miedo“, recuerda. María Carmen sigue recuperándose con sus hijos y cada vez están mejor, pero es consciente de que todo podía haber sido muy distinto. “Creo que se tendría que actuar de otra manera. “Me hubiese podido matar en ese momento del golpe porque eso era lo que quería. Era lo que me decía siempre”, se lamenta.
Cree que se deberían adaptar los servicios para atender a mujeres migrantes que no conocen cómo funcionan las instituciones, ni la legislación ni los derechos de los que gozan. Para que nadie que intenta rehacer una vida libre de violencia se sienta igual de abandonada que se sintió ella.