¿Cómo se sobrevive tras la muerte de un hijo o una hija? ¿Cómo se sobrevive cuando su muerte se debe, además, a un asesinato cometido por un padre que debió protegerlo? Una sociedad no puede ser democrática sin corregir las desigualdades entre hombres y mujeres, y tampoco puede serlo si permanece impasible ante los crímenes machistas contra la infancia y adolescencia. Desde 2013, 55 niños y niñas fueron asesinados por sus padres. La semana pasada conocimos otro caso más.
A esa cifra sumemos los que están en centros de acogida con sus madres, los que viven bajo vigilancia ante la amenaza de su padre agresor, los que cada semana tienen que acudir a las visitas o puntos de encuentro con miedo, los que viven esa violencia con tensión en sus casas sin protección… Son muchos. Demasiados.
Ante cada crimen vicario vienen las condolencias y el intento de buscar qué ha fallado, como si fuera algo único. La única certeza es que era previsible y que se podía prevenir. Previsible porque la agresión física mortal siempre es el último paso de una cadena de violencias anteriores. Prevenir porque el sistema debería de haber sido capaz de detectarlo a tiempo. Y si esto ocurre, se produce una nueva carga de violencia institucional que rompe lo más necesario: la confianza en el sistema.
De esos 55 menores que las estadísticas oficiales registran debemos reconocer que la mayoría ni siquiera fueron tratados en la prensa como violencia vicaria, a pesar de que el feminismo lo advertía. Su reconocimiento legislativo no ha tenido lugar hasta la pasada legislatura. Y a pesar de esos esfuerzos se les sigue matando porque pueden. El error no son las leyes que tenemos, sino que el cómo se aplican no lo impide. Hay varias “puertas” abiertas sobre las que poner la lupa:
Falta de detección. El 80% de las víctimas de violencia de género no denuncia, y así puede parecer imposible detectar cuándo peligran los niñas y niños. Pero todo se reduce a tener conocimiento, especialización, atención y escucha. Los menores hablan. A veces, incluso en gestos, dibujos, silencios, reacciones fisiológicas o comportamientos inusuales. Y, aún cuando no se detectara por esta vía, los juzgados de familia deberían de estar en alerta pues sabemos que muchas mujeres, con temor a denunciar, optan por la separación como única vía de escape.
Desconsideración de la violencia psicológica. Muchas de estas violencias se denuncian y caen en saco roto ante la justicia, sin reconocimiento, cuando son la base de todo. Con el añadido de que esas madres quedan como mentirosas, cuando la instrumentalización de los niños y niñas es violencia psicológica también.
Incorrecta evaluación del riesgo. Las tragedias que vivieron Itziar Prats o Ángela González Carreño, con una violencia institucional tremenda, aportaron a una leve mejora a las herramientas de detección de riesgo, pero es insuficiente. Quienes recogen las respuestas no siempre llegan a la diana del problema, y no siempre son capaces de ayudar a esas madres para reconocer el riesgo.
Estereotipos dañinos. Hay madres, más en situación de vulnerabilidad, que identifican un trato desagradable en algunas instituciones cuando piden ayuda, como así lo recogía el Informe del Defensor del Pueblo del año pasado. Y, a la vez, he perdido la cuenta de las veces que mujeres con una buena situación económica reconocen haberse sentido también cuestionadas y que no daban la imagen de “maltratadas”. Los prejuicios sobran. La violencia de género no va por ingresos, ni nivel de estudio ni por el partido político que se vota.
Los acuerdos. A veces se señala que las madres (recordemos, afectadas psicológicamente por la violencia sufrida y haciendo frente a amenazas o chantajes) acceden a acuerdos de visitas. La Fiscal de Violencia de Género, Teresa Peramato, ya ha indicado que los acuerdos alcanzados en estas circunstancias deben de revisarse.
Aplicación del síndrome de alienación parental. A pesar de que Naciones Unidas haya dado varios toques de atención a España, y de que incluso el CGPJ haya advertido de que no se use en los tribunales, se sigue aplicando una teoría sin fundamentación científica como el síndrome de alienación parental. Bajo la falsa idea de madres manipuladoras, se condena a los hijos e hijas a estar con sus maltratadores y romper el vínculo materno, a veces, para siempre.
Injusta condena social. Es terrible la red de complicidades silenciosas, a veces incluso inconscientes, que llevan a decir que esas madres son exageradas o que se criminaliza a los padres. No, no es un sistema en contra de los hombres, está en contra de los que ejercen violencia. Es un sistema que debe trabajar de forma prioritaria en el bien superior del menor, en su protección, sin excusas. Porque hay derechos y daños que se reparan, pero un hijo asesinado nunca se recupera. Mejor prevenir antes que lamentar. Y negar esta realidad solo aumenta el peligro.
Ya son 55 niños y niñas asesinados. No creo que haya palabras para responder a cómo sobrevivir cuando matan a tu hijo o hija. Pero lo único seguro es que sí hay palabras y hechos que garantizarían su protección frente a la minimización del riesgo o la falta de compromiso detrás de sus muertes. Y todo eso depende del sistema del que formamos parte.