Ana (nombre ficticio) no recibió mucho cariño de sus padres. Eran muchos hermanos, una familia con problemas y su madre la maltrataba. Mamó la violencia desde el principio de sus días, la entendió como una de las capas del amor y así salió a la vida, pensando que los golpes te los podía dar la persona que más te quería. Ana tenía más problemas. Es una mujer con discapacidad. Una física y psíquica del 42 por ciento. Una vulnerabilidad que la ha hecho pasar por situaciones difíciles y que ha facilitado encadenar una y otra vez ciclos de violencia. De hecho, el 62 por ciento de las mujeres con discapacidad sufren violencia de género.
Huyendo de una relación tóxica, esta mujer conoció a un hombre. Al principio todo iba bien, parecía que la entendía, pero “era un lobo con piel de cordero”. Machista, homófobo y un maltratador. Cuando tuvieron a su primer hijo todo empezó a torcerse. Más tarde llegó otro. Ana no valía para nada, no sabía hacer nada, no entendía nada. Era mala madre, mala hija, hermana, esposa, amiga. Cayó en una gran depresión que la mantuvo en cama muchos años de forma intermitente. Mientras, él desaparecía. Era un padre y un marido ausente. Nunca acudió al hospital si estaban ingresados sus hijos, ni a ninguna cita o celebración escolar, tampoco ayudaba económicamente. Todos pasaron penurias y necesidad. Ana pedía comida y ayuda a los servicios sociales, fueron tiempos muy duros.
Maltrato psicológico y violaciones
Cuando se dignaba a aparecer, venía el maltrato. La violó de todas las maneras posibles infinidad de veces. Él le decía que era lesbiana, que por eso no disfrutaba ni le apetecía. Y ella empezó a pensar que, efectivamente, era su culpa, que había algo malo en ella. Hay veces que te repiten tanto que el problema lo tienes tú que te lo acabas creyendo.
A Ana le costó darse cuenta de que aquello no era normal, de que estaba anulada, todo le resultaba demasiado familiar. Engordó 60 kilos, tenía bulimia, tenía la autoestima machada, cada vez más problemas físicos y mentales y el malestar y no ver salida la empujaron a intentar acabar con su propia vida.
Consiguió reponerse y sacar la cabeza para respirar. Le denunció y le condenaron. Pero su suerte estaba lejos de cambiar. No tenía red de apoyo. Sus hijos no se dieron cuenta de la extrema vulnerabilidad de esta mujer y le cerraron la puerta de su casa. Lo mismo hizo su madre. No tenía dónde ir. Un hermano y su cuñada la dejaron quedarse un tiempo en su casa mientras encontraba otro sitio. Y en esa situación se decidió a acudir al Instituto de la Mujer de su localidad. Tenía la condena por malos tratos, la orden de alejamiento, pero las responsables del centro le dijeron que no podían ayudarla. Su discapacidad, quizá, su forma de expresarse y su aspecto no encendieron ninguna alarma. Algo incomprensible.
“Te veré tirada por los suelos como una drogadicta”
Ana, asustada, con nada que perder, sacó la sentencia de condena y les soltó a las trabajadoras del Instituto de la Mujer que se iba directa a contar lo que le acaban de decir a algún periodista. Cuando llevaba varios metros de calle andados, se dignaron a llamarla. “A ver, algo te podemos buscar”, le dijeron y la mandaron a un albergue municipal.
A Ana se le saltaron las lágrimas, recordaba la frase que su exmarido le repetía: “Te veré tirada por los suelos como una drogadicta”. Y lo había logrado. La había dejado tan dañada, tan frágil y vulnerable que no tenía a ningún otro lugar al que ir y pedir ayuda no había servido de nada.
Ana, perdida, rota y con todos sus problemas físicos y mentales acabó durmiendo con gente igual de vulnerable que ella y con distintas problemáticas. Drogadictos, expresos con pulseras de telemáticas, maltratadores a los que oía comentarios que la partían en dos y demás personas necesitadas y que también estaban pasando un mal momento.
Se emociona al recodarlo. Allí estuvo nueve meses y nueve días. “¿Qué hago yo aquí? ¿Cómo he acabado aquí”, se preguntaba. Allí conoció a su siguiente maltratador. Ana ha denunciado a ese Instituto de la Mujer por violencia institucional y por dejación de funciones y se encuentra a la espera de juicio. Porque esas trabajadoras que se negaron a ayudarla jamás llamaron al albergue para ver cómo estaba, ni hicieron ningún tipo de seguimiento. Como si ella no valiese nada y fuese la responsable de todos sus problemas.
Ana encadenaba una y otra vez ciclos de violencia y cuando un compañero extranjero del albergue se fijó en ella y parecía que la escuchaba, se dejó llevar y pensó que su suerte había cambiado. Él pedía en la puerta de un supermercado y la forma en que funciona su cabeza no la dejó ver que tenía enfrente a otro hombre violento.
De nuevo otro maltratador
Decidieron buscar una casa, bueno una casa, un habitáculo, sucio, peligroso e insalubre. Y no tardó en volver a convertirse en víctima. La robó, la maltrató, pero le decía que tenía un cáncer terminal y ella se apiadaba. También les costó salir de ese círculo, lo hizo cuando se enteró de que no estaba enfermo y todo era una patraña. “Me remató”, cuenta Ana.
Siguió en esa casa donde no había agua la mitad de los días, llena de humedades incompatibles con su asma y todo el resto de dolencias hasta que su hermana entró en prisión y pudo volver a casa de su madre. El deterioro cognitivo de esta mujer de 84 años hace que sea una persona que necesita ayuda para todo en su día a día. Y ahí sigue Ana. Acompañando a la primera persona que la maltrató, pero que no lo recuerda.
Si le preguntas si cree que su discapacidad ha favorecido toda esta cadena de maltratos, Ana no lo duda. Cree que tiene mucho que ver con cómo la ha tratado la vida. También piensa que todo se puede volver a torcer cuando su hermana cumpla su condena, vuelva a casa de su madre y la echen a ella. ¿Por qué nadie ha ayudado a una mujer con discapacidad y víctima de violencia de género? ¿Ha pesado su condición en la reacción de las instituciones o su origen humilde y desestructurado? Desde luego, los sistemas han fallado, Ana se encuentra todavía en una situación complicada y sigue siendo muy vulnerable.