La cacofonía en la que se ha convertido el escándalo de las bandas de captación sexual en el Reino Unido vuelve a dejar a las víctimas, una vez más, como las grandes olvidadas. Tras años de negligencia policial, demostrada reiteradamente por las investigaciones abiertas ante los sucesivos episodios de aberración infantil, y de fallos sistémicos en la cadena de responsabilidad de los servicios sociales, la controversia ofrecía una oportunidad para priorizar el testimonio de miles de mujeres que, siendo apenas niñas, habían padecido abusos atroces. Su experiencia, sin embargo, ha quedado prácticamente reducida a la categoría de anécdota en una polémica transformada en arma política de uso indiscriminado por parte de partidos, medios de comunicación, redes sociales y hasta por el mismísimo Elon Musk.
Fue precisamente la intervención del dueño de X (anteriormente Twitter) la que puso de nuevo el foco en una herida que, al norte del Canal de la Mancha, lleva abierta unas dos décadas, latente pero desatendida, desde que en 2004 comenzase el goteo de alegaciones con un documental de la cadena de televisión Channel 4, que reveló cómo jóvenes del área de Bradford (al norte del Inglaterra), la mayoría en situación social vulnerable, estaban siendo reclutadas como objetos sexuales por hombres fundamentalmente de ascendencia asiática.
La emisión del reportaje llegó a ser retrasado hasta tres meses por la policía, por temor a que pudiese disparar tensiones raciales, y pasarían años, hasta 2010, hasta que las primeras condenas por explotación sexual infantil fuesen una realidad, pese a que, ya en 2001, en localidades como Rotherham circulaba el nombre de taxistas que, supuestamente, recogían a jóvenes de los alojamientos sociales en los que residían para someterlas a abusos sexuales. Para escarnio de sus habitantes, Rotherham constituye hoy en día uno de los símbolos más reconocibles del escándalo, desde que las primeras condenas fuesen emitidas en 2010, hasta el año pasado, cuando el total alcanzó las 61.
Las perversiones que trascendieron de Rotherham y de otros territorios como Rochdale (en el condado de Greater Manchester) fueron justamente las que catalizaron la activación de una Investigación Independiente del Abuso Sexual Infantil (IICSA, en sus siglas en inglés), un proceso que abarcó más áreas que las bandas de captación y que, según denuncian asociaciones de apoyo a las víctimas, no tenía previsto, inicialmente, recoger testimonios de estas y los que incluyó acabaron resultado, en todo caso, muy limitados.
Por si fuera poco, la complejidad del problema impide identificar patrones y el intento de establecer un retrato robot de las víctimas tan solo ha contribuido a consolidar interpretaciones simplistas y deshumanizar a quienes lo han sufrido. El estigma social, la desconfianza en las autoridades y la influencia y el miedo a los perpetradores sembraron en mujeres y niñas un campo de aprensión que tornó en cortina de silencio por el desdén policial y la apatía de un sistema de prevención que, como han censurado las plataformas de respaldo a las víctimas, no solo falló, sino que miró hacia otro lado.
Esta trágica combinación imposibilita datos fiables sobre cuántas afectadas ha dejado el escándalo, no solo porque los números dependen de que ellas se hubiesen atrevido a compartir su testimonio, sino también porque su experiencia ha estado a expensas de que fuesen tomadas en serio por las autoridades y de cómo fueron registradas sus denuncias. El cuadro general evidencia un lamento compartido, el de cómo, durante años, alertas reiteradas no provocaron ninguna respuesta policial o judicial, incluso pese a las temibles coerciones a quienes se atrevían a hablar, desde amenazas a familiares, a ser rociadas con gasolina como eficaz elemento disuasorio.
Y es que si hay un elemento común en las bandas que operaron en puntos geográficamente alejados es un grado de sadismo de imposible comprensión. Niñas, algunas de poco más de diez años, y adolescentes padecieron abusos horripilantes, descritos con crudeza en los procesos judiciales que la valentía de las supervivientes permitieron abrir: violaciones múltiples, embarazos no deseados, abortos forzosos, enfermedades de transmisión sexual y, en los casos más extremos, hasta asesinatos.
El trato de tortura evidenciado en sucesivas investigaciones y por las asociaciones de apoyo a las víctimas refleja un modus operandi similar: la captación se centraba en jóvenes especialmente vulnerables, no pocas bajo custodia de los servicios sociales, procedentes de familias desestructuradas y riesgo de exclusión social, factores que, según la propia IICSA, habrían contribuido infaustamente a cuestionar su palabra o, directamente, a ignorar sus denuncias.
De hecho, junto al indescriptible abuso al que eran sometidas, en muchos casos a cambio de alcohol, drogas o hasta comida rápida, una de las barreras adicionales que tuvieron que soportar era ver cómo lo que se criminalizaba era su comportamiento. La propia Fiscalía de la Corona (Crown Prosecution Service, en inglés), el organismo dirigido entre 2008 y 2013 por el actual primer ministro, Keir Starmer, ha sido fuertemente criticada por condenar a jóvenes en situación de extrema fragilidad: las arrestadas por conducta inapropiada, habitualmente por desorden público y estado de embriaguez, eran las víctimas, menores de edad, en lugar de los adultos con quienes estaban.
La tendencia al olvido, al silenciamiento, y la negligencia estructural generaron una inevitable sensación de abandono y desconfianza hacia un sistema que les había fallado. Pero pese al trauma colectivo, muchas han tratado de hacerse oír mediante un heroico activismo, anónimo en su mayoría, sostenido por una red en la que destacan también nombres propios como el de Maggie Oliver, la agente de policía que en 2012 había dimitido para denunciar el escándalo en Rochdale. Desde hace años al frente de una dinámica fundación que lleva su nombre, Oliver continúa trabajando para acabar con una atrocidad que, aunque ha evolucionado en métodos tras la irrupción generalizada de internet, proyecta una vergonzosa sombra sobre la conciencia colectiva británica.