Juan (nombre ficticio) no se acuerda de su primer contacto con la pornografía. Le suena estar en clase y que algún compañero llevase una revista, un recorte. Las risas, el compartir un secreto, el sentimiento de pertenencia y camaradería se reforzó cuando veía en los quioscos esas mismas publicaciones. Era la confirmación de que aquello era algo aceptable y normal, si los adultos las vendían y compraban, ¿qué podía tener de malo? Tras compartir con sus amigos esas imágenes, Juan recuerda como visionaba en la intimidad los thrillers eróticos que inundaron el panorama cinematográfico de los noventa como Instinto básico. Así descubrió su propio deseo y su sexualidad y así estuvo hasta que internet llegó a su vida en forma de ordenador personal. Tenía 14 años.
El cambio fue brutal. Pasó de consumir un contenido exclusivo al que costaba llegar y más suave a tener a un clic, más material del que podía abarcar, uno potente y explícito. Le sorprendió y le abrumó a partes iguales. “Me chocó. No sabía todo lo que había ahí ni que el contenido fuera tan bestia”, recuerda. Pero al menos, tuvo una cierta transición. “Ahora los menores pasan prácticamente de ver Pocoyó a que les llegue por WhatsApp un vídeo muy salvaje”. Así es. La edad media de primer contacto con la pornografía son los ocho años.
Juan agradece ese cambio de marchas porque imagina cómo le debe explotar a un niño la cabeza cuando tan joven tiene acceso a un material tan peligroso. A él, esta nueva ventana al “placer” le brindaba la oportunidad de intercambiar con sus más cercanos vídeos, páginas y comentar la cantidad de veces que unos y otros se masturbaban. Es decir, le impresionó lo que consumía, pero se acostumbró a hacerlo y a hablarlo como quien comenta el partido del Atleti del día anterior. No era consciente a lo que se estaba habituando y mucho menos que fuese una rutina arriesgada. Y en eso se convirtió, en una costumbre que compartía con millones y millones de hombres del planeta.
Expectativas que nada tienen que ver con la realidad
La pornografía se convirtió en una rutina más en su vida, una que le ayudaba a descargar el estrés. Eso sí, reconoce que el consumo marcó su vida sexual. “Las primeras relaciones siempre son un poco decepcionantes por la falta de experiencia, pero este tipo de contenidos me generó unas expectativas que no tenían nada que ver con la realidad, a ningún nivel es real, ni para el hombre, ni mucha menos para la mujer”, explica.
Cuando Juan estaba pasando una mala racha personal, se dio cuenta de la necesidad imperiosa que tenía de consumir pornografía. “Si tenía un día de estrés en el trabajo, me apetecía, por ejemplo”, cuenta. Un amago de depresión le empujó a encontrar en el chute del porno un alivio más profundo. No lo sabía, pero la estaba utilizando para tapar otros problemas y su cerebro se acostumbró a los picos del consumo, a los niveles de dopamina que lograba visitando estas páginas. Y así estuvo bastantes años, sin ser consciente de que era un adicto al porno.
El feminismo le salvó
Cuando conoció a su actual pareja, comenzaron a tener conversaciones sobre igualdad. El feminismo empezó a copar sus charlas, comenzó a leer sobre el tema, a interesarse, a entenderlo y fue, al final, lo que le ayudó a entender lo que le estaba pasando. “Con el feminismo empecé a racionalizar la pornografía, lo que significaba, lo que era en realidad y ahí es cuando peor lo pasé porque al final mi parte racional sabía que lo que estaba haciendo era odioso”, recuerda. Empezó entonces una doble vida. Una donde condenaba el consumo de la pornografía y la idea de que con el tiempo estaría tan mal vista como la prostitución, y otra donde visitaba plataformas pornográficas a escondidas.
Y ahí se dio cuenta. Si sabía que lo que hacía estaba mal, si no quería caer más, ¿por qué no era capaz de dejarlo? ¿Por qué no tenía control sobre sus propios instintos? Su carácter mutó. Estaba malhumorado, contestaba de malas maneras, estaba enfadado en su contradicción. Sus relaciones sexuales se resintieron. Las disfrutaba menos. Era evidente que tenía un problema y el esconderlo empeoraba las cosas. Algo que no pasó desapercibido para su pareja que sentía que estos cambios de humor y esta actitud respondían a un desinterés hacia ella.
Escuela de violencia y dominación
Por eso, cuando un día ella cogió su móvil para mirar una cosa y se encontró con una página porno, a Juan no le quedó más remedio que confesar. Fue muy duro porque la había estado engañando y porque tuvo que tomar una decisión: la de asumir que tenía un problema con el consumo de pornografía. Esa misma noche se puso a investigar, a leer, a intentar entender qué le sucedía. Su novia le recomendó que echase un ojo a “Dale la vuelta”, una asociación que ofrece terapia y cursos para la adicción al porno y Juan encontró allí su tabla de salvación. Le brindaron ayuda y una psicóloga a la que sigue viendo, casi un año después.
Le sorprendió la actitud de parte de su entorno. ¿Cómo iba a ser un adicto al porno? ¿No estaría exagerando? “Todavía hay gente a la que le cuentas que has tenido un problema de consumo, que estás yendo a terapia y no entienden qué tiene tan malo el porno”, se queja.
Pero lo tiene. Juan lo sabe y no es solo por su problema de adicción, sino también por la sutil manera en la que te hace ver el mundo. “De lo que más me arrepiento hoy en día es de que el porno estropeó la forma de relacionarme con las mujeres. Te moldea, ves a la mujer como un objeto sexual. Creía que no podía tener mejores amigas porque si me lo pasaba bien con alguna entendía que respondía a una atracción sexual y eso me generaba más timidez, yo que era introvertido de por sí”, recuerda.
Ahora, es consciente de muchas otras cosas que el porno le hurtó “no le daba tanto valor a una relación sexual, al cariño, al amor, estar atento a la otra persona y la otra persona de ti, poner en valor los sentimientos”, reflexiona.
Cree que la pornografía funciona como cualquier otra adicción y que debería aparecer una advertencia en las plataformas donde se consume además de, por supuesto, limitar el acceso de menores a contenidos que no tienen herramientas para entender y contextualizar. Pero apuesta por la educación y prevención como motor de cambio y conmina a los padres y madres a que hablen con sus hijos aunque les incomode. Porque está convencido de que la pornografía es una escuela de violencia contra las mujeres que te impide empatizar con ellas. “Te está enseñando que tú eres el dominante, que tu deseo es el importante y que no son tan claras las líneas del consentimiento”, denuncia.
Juan está en ello, lleva casi un año sin consumir, pero los efectos de abandonar el porno fueron inmediatos. “El cambio lo percibes muy al principio. Te quitas un peso de encima, me sentía más tranquilo, no estaba tan arisco, me mejoró la autoestima. La relación íntima con mi pareja mejoró sustancialmente. Te quitas cargas de encima, para centrarte lo que tienes que centrar”. Por eso cuenta su historia, para que nadie tenga que pasar por lo que pasaron él y su novia, para ayudar a explicar el problema y para que los siguientes Juanes que vengan puedan tener una mejor amiga.