De vivir en el infierno a visitarlo para salvar a las demás: la historia de Ana Bella

La presidenta de la Fundación que lleva su nombre cuenta su propia experiencia de violencia y cómo decidió dedicar su vida "hasta el último aliento" a ayudar a las supervivientes de malos tratos

Una foto de Ana Bella
Ana Bella ha vivido en sus carnes la lentitud del sistema judicial KiloyCuarto

Ana Bella tuvo que apuntar en una lista todas las obligaciones que tenía en un día cualquiera con su marido. Las escribió porque se olvidaba de la cantidad de deseos que tenía que satisfacer en 24 horas. Desde la frase concreta con la que le tenía que dar los buenos días, hasta los masajes y el número exacto de favores sexuales que tenía que realizar en una jornada. En ese libro de instrucciones no constaban, sin embargo, muchas reglas no escritas que ella aprendió a golpes: no podía tomar analgésicos si le dolía algo, no podía acudir a la consulta de ningún profesional de la salud que fuese hombre, no podía salir de casa sin permiso, no podía comer pipas ni mantecados, no podía leer libros, ni ver películas de Richard Gere, no podía colgar su ropa interior con el resto de la colada, ni asistir a bodas y entierros familiares, no podía rozar a nadie, el contacto físico estaba prohibido, incluso, con su propia familia. De hecho, como prueba de su “fidelidad” y “decencia” Bella tuvo que atravesar una discoteca sin que nadie la tocase, una tarea imposible por la que recibió un castigo en forma de paliza.

“A veces le decía que sí había mirado a un hombre para que me pegase y me dejase en paz”

Más allá del tacto, las miradas tampoco se consentían. Un día, un trabajador que estaba barriendo la calle se quedó mirando el coche en el que viajaban Ana y su marido. Ella acabó con un ojo morado porque, obviamente, “le estaba provocando”. Estaba tan acostumbrada a no poder posar sus ojos con libertad, que si salían a cenar se sentaba mirando a la pared para evitar peleas y cuando viajaba en coche bajaba la cabeza para no ver nada ni a nadie. Como una vez se giró por la calle al oír un golpe seco y la respuesta a ese movimiento instintivo fue una paliza, dejó de reaccionar a los sonidos de alerta por puro miedo. Pero él quería controlar todo. Lo que miraba, lo que comía, lo que tocaba y hasta lo que pasaba por su cabeza. Le preguntaba sin cesar sus pensamientos, la interrogaba. “Te gusta este hombre, reconócelo, estás flirteando”, le repetía y ella dejó de resistirse: “A veces le decía que sí para que me pegase y me dejase en paz. Entiendo perfectamente a las personas inocentes que confiesan crímenes”, explica Ana. Una indefensión aprendida que la convirtieron en una rehén con llaves de casa. Estaba secuestrada, aunque aparentase vivir con libertad y saliese a trabajar sin estar dada de alta en una empresa que montaron los dos de la nada, aunque estuviese solo a nombre de él.

Ningún hombre en el paritorio

La mala suerte se cruzó con Ana Bella en una galería de arte cuando tenía 19 años. Comenzaba su vida. Con diez matrículas de honor, idiomas y un futuro prometedor se disponía a estudiar en la universidad Traducción e Interpretación. Un hombre mayor del que creyó enamorarse la convenció de que no era necesario que se formase y se preparase. El mismo que años después, le advirtió a punto de dar a luz de que si le atendía por azar un hombre en el parto no tendría más remedio que bajarse del potro y buscarse la vida para parir.

A ella la idea de no estudiar una carrera le chirrió. Se dijo a sí misma que no, que quería aprender, pero había caído en las garras de un maltratador y con ellos siempre todo sucede muy rápido, no le dio tiempo a reflexionar ni realmente a decidir. En cuanto se quiso dar cuenta vivía en otra ciudad, lejos de su familia, con un marido que le dio el primer puñetazo una tarde que salió a comprar a la tienda de la esquina mientras él dormía la siesta.

No se reconoció en Ana Orantes

Cuando nació la primera de sus cuatro hijos, los llantos del bebé significan una paliza automática. Algo no hacía bien ella para que la niña no se calmase. Llegó a tal punto, que Bella se hacía pis encima del miedo al escuchar los lloros de su propia hija. Y así pasó el tiempo y los golpes, los estrangulamientos y las agresiones sexuales se repetían como un reloj. Su maltratador la obligaba a quitarse la ropa interior para olerla cuando volvía de trabajar para ver si había estado con otro. Bella estaba anulada, derruida y sola. Un día no pudo más y decidió acabar con su vida. Las patadas del hijo que llevaba en el vientre evitaron un mal mayor. “Cuando nazca, lo haré”, se decía.

Mientras, él quería que Bella firmase un papel en el que se comprometía a seguir casada aunque la apalizase casi a diario. Ana vio a Ana Orantes contar su calvario en televisión días antes de ser asesinada y veía la publicidad institucional con esas mujeres con los ojos morados como los que ella tenía todos los meses, y aunque parezca inverosímil, no se sentía víctima de violencia de género, algo bastante común en estos casos, pero que ilustra a la perfección la dificultad que tienen estas mujeres para reconocerse a sí mismas.

Resurgir de las cenizas

La verdadera Ana, la Ana que entró en esa galería antes de todo ese infierno seguía viva. Escondida y agazapada tras tantas humillaciones y agresiones y fue ella quien la salvó. Lo hizo un día escondida en el garaje dentro de un coche. Allí, marcó el número de teléfono del Instituto de la Mujer que se aprendió de memoria y aunque seguía sin sentirse víctima, las profesionales le ayudaron a entender lo que le estaba pasando.

Se fue moviendo de casa de acogida a piso tutelado con su marido pisándole los talones durante mucho tiempo. Hasta que encontró a otra víctima y la familia de esa mujer se puso en contacto con Ana para pedir ayuda. “Ahí me di cuenta que otra ocupaba mi lugar y ese día tomé una decisión. Iba a dedicar mi vida, hasta el último aliento, a ayudar a esas mujeres que vivían el mismo terror que sufrí durante once años”, recuerda.

Empezó dando cobijo a una víctima y a sus hijos. En un piso con dos habitaciones se buscaron la manera de plantarle cara al maltrato y cambiar el final de sus historias. Hoy, la Fundación Ana Bella atiende a miles de mujeres supervivientes de violencia en España y otros lugares alrededor del mundo. Han creado una red de apoyo a la que acceden millones de personas y la asociación la conforman centenares de profesionales que llevan a cabo multitud de programas para la total recuperación de las víctimas. Un refugio y un salvavidas que creó esta mujer con sus propias manos tras desear acabar con todo.

Para Ana es muy importante explicar que se puede salir del ciclo de la violencia y se puede ser feliz y, hasta incluso, volverse a enamorar. “Solo se habla de una parte del fenómeno, cuando nos asesinan, pero hay que contar que hay salida, que otra vida es posible, que hay luz al final del túnel”, insiste. De esas historias de superación está llena su fundación. Desde ahí sigue luchando para que cualquier mujer, se sienta o no víctima, tenga alguien con quien hablar, desahogarse y tomarse su tiempo. También están presentes tras ese primer paso, después de haber roto el silencio, cuando llega la violencia institucional y las secuelas físicas de años de ansiedad y miedo. Porque ella no solo se salvó, si no que creo un sistema de rescate para el resto. Por eso siempre salta como un resorte cuando escucha las palabras víctima de violencia de género: “No, no. No somos víctimas, somos supervivientes“.

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