Al principio Alma (nombre ficticio) no ató cabos. Los gritos e insultos en su vida eran tan habituales y con cualquier excusa que tardó un tiempo en identificar el patrón. Su hoy exmarido era socio de un club de fútbol y todos los fines de semana tenía una cita de noventa minutos ineludible. O acudía al campo o veía el partido en casa de sus padres con sus hermanos y cuñados. Un ritual que a Alma le regalaba unas horas libres de miedo y estrés. “Me quedaba tranquilita en casa, acostaba a los niños y ese tiempo era para mi. Me ponía la tele y me veía alguna película o serie”, cuenta. Un respiro que podía tornarse asfixia dependiendo solo y exclusivamente del resultado del partido. Si el equipo de su expareja ganaba o empataba, la noche estaba salvada, pero si no era el caso y perdían, ella pagaba el mal hacer de los jugadores.
“Tardé en comprender lo que pasaba porque yo siempre tenía la culpa de todo, pero al poco tiempo, lo entendí”, recuerda. Alma vivió tantos años de maltrato que podía adivinar las intenciones de su exmarido con tan solo echarle un vistazo. Detectaba cuando estaba en peligro sin que él abriese la boca. Su energía y su expresión le delataban, pero los días de partido no le hacía falta verle, tan solo tenía que consultar el resultado y en él estaba escrita su noche. La ceremonia del terror era la siguiente: llegaba a casa enfadado y buscaba temas delicados de conversación, cualquier respuesta era errónea y saltaba. Muchas veces para asegurarse poder desquitarse este maltratador criticaba a la familia de Alma o decía algo que sabía que iba a encontrar una respuesta. “Yo le decía, cállate que están lo niños dormidos, pero le daba igual”, explica.
Miraba el resultado y si su equipo había perdido, me metía en la cama
Con el tiempo Alma aprendió a callarse, a no rechistar, pero no siempre el silencio daba sus frutos. “Cuando relacioné que había bronca si perdía su equipo pensé que tenía que enterarme del resultado antes de que llegase, así que cuando sabía que estaba a punto de terminar el partido, miraba en el teletexto o en internet como habían quedado. Si habían perdido me metía corriendo en la cama aunque no tuviera sueño porque, a veces, los partidos eran temprano. Me tapaba y me hacía la dormida”, rememora. Esquivaba así los insultos, las humillaciones, los golpes sobre los muebles y la rotura de cualquier objeto al azar.
“Yo le decía, cállate que están lo niños dormidos, pero le daba igual”
Por desgracia, el fútbol era tan solo una excusa para este maltratador y cuando no era porque su equipo había perdido, era por cualquier otra razón peregrina. Porque así funciona la violencia de género. Alma recuerda el terror que ella y sus dos hijos le tenían. “Cuando empezaban los gritos y se ponía a romper cosas, yo me metía en una habitación con mis niños y nos quedábamos abrazados sentados en la cama. Yo me sentía protegida por ellos y ellos por mí. Al pequeño le daban ataques de ansiedad y pánico, se quedaba sin aire y no podía respirar. Yo le decía: no le voy a dejar que te haga nada, no te preocupes, le decía de todo para que se calmase. Mientras, el mayor estaba también muerto de miedo“, explica.
Se estableció un régimen de visitas
Y fue precisamente cuando este maltratador se fue a un partido de fútbol cuando Alma aprovechó para dar un paseo con sus hijos tras una gran bronca. Ellos tenían 15 y 12 años. “¿Por qué tienes siempre tú la culpa de todo, mamá? No quiero que mi padre vuelva a casa nunca”, le dijo el pequeño. “Como te vuelva a romper algo, me voy a enfrentar a él“, le advirtió el mayor. “Ahí me di cuenta de que ellos se enteraban de todo por mucho que intentara protegerlos”, apunta Alma. Algo cambió ese día en su cabeza. Uno de sus mayores miedos era que sus hijos repitiesen los patrones de su padre al crecer y se convirtiesen en maltratadores y, en realidad, ella había aguantado todo ese tiempo por ellos. “Pensaba que si me separaba mis hijos tendrían que ir a visitar a su padre y la idea que que estuviesen solos con él me mataba”.
“Miraba el resultado. Si habían perdido me metía corriendo en la cama y me hacía la dormida”
Sus miedos eran fundados. Cuando Alma decidió dar el paso de denunciar y divorciarse tras casi dos décadas, se estableció un régimen de visitas. Su hijo pequeño estaba aterrado y no entendía por qué por su edad el juez no iba a escuchar su versión, por qué, a pesar de sus ataques de ansiedad y el daño que le había provocado a toda su familia, tenía que seguir viéndole. “Yo le decía que iba a hacer todo lo posible por evitarlo, pero que si un juez nos obligaba, yo no podía desobedecerlo porque podía ir a la cárcel, fue muy duro”, se lamenta.
Alma ha salido del ciclo de la violencia
Ahora todo está mejor para Alma y sus hijos. Poco a poco van sanando las heridas y esas visitas ahora se limitan a una quedada semanal para comer o merendar si ellos quieren. Tras un largo calvario, el mes pasado, Alma sintió ganas de salir y conocer gente. Una sensación desconocida para ella y que le abruma un poco, pero un termómetro de que se puede salir de una relación de violencia y reinventar una vida.
Hoy hay partido y no estaría de más recordar cuando pite el final que habrá mujeres aquí o en Inglaterra, o, quizá en algún otro lugar del globo, que van a sufrir las consecuencias de la derrota de uno u otro lado. Si crees que alguien cercano está en peligro, llama al 016.