A Mara (nombre ficticio) la vida le sonreía. Tenía 27 años, su carrera como psicóloga despegaba, tenía su apartamento en el centro de Madrid, amigos, una intensa vida social. Todo iba viento en popa. Conoció a un chico, la relación se afianzó, se casaron y tuvieron dos hijos. Sin embargo, algo no funcionaba. Esta joven madrileña sabía que algo no iba bien, pero no adivinó que la venda que llevaba puesta le impedía poner nombre a lo que le estaba sucediendo.
Su marido nunca la agredió físicamente, prefería los golpes que no dejan heridas visibles. Un hombre controlador y estricto que, poco a poco, fue minando la salud mental de Mara y acabando con sus ganas. Con quien sí que la tomó este hombre fue con el perro. Era el can quien recibía los ataques físicos mientras Mara y sus hijos se acostumbraron a seguir reglas rígidas, a oír amenazas, insultos y a aprender a convivir con la angustia y el miedo. Mara no lo sabía, pero era víctima de violencia de género.
Entendió que su ausencia de felicidad respondía a un mal matrimonio y decidió separarse, pero nunca tuvo control sobre cómo se gestionó el final de la convivencia. Acostumbrada a seguir las órdenes de su esposo, él tomo la iniciativa de la situación. Eligió abogado, decidió las condiciones lo que, a la postre, significó renunciar a una pensión compensatoria y a todo a lo que tenía derecho. De forma incomprensible para ella no mejoró. Seguía sin ver la luz y además tenía que dedicarse casi en exclusiva a atender a los niños.
Una llamada al 112
Divorciarse sí le sirvió, en cambio, para desintoxicarse de la influencia de ese marido tan controlador y empezó a observarse más y a escuchar a su propio cuerpo. Intuía, pero no sabía. Cuando ya no pudo más, cuando creía que la vida se le iba, llamó al 112. Los profesionales que la atendieron, tras escuchar su historia y sus miedos, la derivaron al punto de violencia de su localidad. Allí, los trabajadores sociales y una psicóloga se pusieron manos a la obra para intentar comprender qué le pasaba, por qué no tenía ganas de vivir. Tras varias entrevistas, seguimiento y algunos test, los responsables consideraron que Mara era víctima de violencia de género.
Todo lo que ella creía que no eran más que malas formas, palabras gruesas y exageraciones en forma de ultimátum no eran si no muestras de un maltratador. Cuesta entender que si no te ponen la mano encima haya violencia. Que estés en peligro. No en vano, Mara estaba muy deprimida, destruida emocionalmente, al igual que sus hijos. Los pequeños llevaban también un tiempo con comportamientos que llamaban la atención, llorando con demasiada frecuencia y actitudes llamativas.
Mara nunca denunció. Estaba en ruinas y no podía trabajar. Ella podría ser una de las beneficiarias del subsidio de desempleo que esbozó el pasado lunes la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. Porque a pesar de que no puso en conocimiento de la justicia su situación, es, a todos los efectos una víctima de violencia de género reconocida, con un título habilitante.
Hay que tener en cuenta que alrededor del 80 por ciento de las víctimas de violencia de género no denuncian por diversas y variadas razones. Y eso no significa que no se enfrenten a los mismos problemas que las que sí acuden a la justicia. En el caso de Mara, su estado emocional le impedía trabajar, pero antes de eso, la despidieron. Es bastante común que las empresas no quieran contratar a víctimas de violencia. El estigma, los estereotipos, la sensación de que van a ser problemáticas o pueden faltar más al trabajo por encontrarse en una situación de especial vulnerabilidad, hace que los empleadores eviten incorporarlas en plantilla.
En la actualidad, Mara recibe una compensación de 480 euros como víctima, pero sobrevive con ayudas familiares y de amigos. “Es imposible llegar a fin de mes. ¿Quién puede vivir con ese dinero? Si tienes que pagar la casa, los gastos, el psicólogo para mis hijos. No se puede. Si no fuese por mis padres y mis amigos no podría vivir”, explica.
Por eso, celebra el subsidio propuesto por Díaz, pero lo considera insuficiente. Cree que salir de una situación de maltrato es, a veces, tan inhabilitante, que las ayudas son obligadas. La violencia económica está muy ligado a este subsidio, incluso aunque rompas la relación con tu maltratador, que se niegue a liquidar gananciales, que no te pase la pensión compensatoria, que te asfixie en el peor momento hacen que el dinero que les corresponde a las víctimas sea una necesidad, como el respirar.
Pagar comedor y cuidador
También podrían impulsar nuevas denuncias como han señalado desde las asociaciones de víctimas. Muchas mujeres no se atreven a dar el paso de romper el ciclo de la violencia porque nunca han trabajado y dependen de su maltratador económicamente. Un pequeño colchón cuando denuncias puede ser la diferencia entre quedarte o irte. Entre la vida o la muerte.
Mara está mejor, pero sigue en el paro. Se encuentra en busca activa de empleo, pero el mercado laboral es salvaje y no entiende de circunstancias personales. “Veo trabajos de 900 euros todo el día, pero claro, tendría que llevar al comedor a mis hijos, contratar un cuidador para por las tardes, no compensa. Gastaría más dinero del que ingresaría”, calcula.
El subsidio todavía no está aprobado. Todavía es necesario que se pongan de acuerdo el Ministerio de Trabajo y los agentes sociales. En principio, consistiría en una ayuda de 600 euros se haya cotizado o no. Una ayuda para todas las Maras que vengan detrás de Mara. Para que puedan encontrar en el sistema un aliado en el momento en el que decides dar un paso y salvar tu vida.