“Con dos niñas he tenido que pedir ayuda a ONGs para comer, no llego ni a mediados de mes”

Una víctima con hijos narra las dificultades a las que se enfrenta por el impago de la pensiones alimentarias de su maltratador. Es lo que se conoce como violencia económica

Un día Carmen (nombre ficticio) fue a buscar a sus hijas al colegio y una amiga la llamó para pedirle una receta. A las pocas horas, su entonces marido, marcó el teléfono desde dónde esta compañera la había llamado y le preguntó, nervioso, qué quién era, quién había osado a telefonear a su mujer sin su conocimiento. Ella le explicó y acto seguido avisó a Carmen: “Tu marido se ha puesto en contacto conmigo para saber quién soy“. Ninguna de las dos comprendía nada. ¿Cómo se había hecho él con ese número? ¿Cómo podía saber que habían hablado? “No entendía nada. Tenía el teléfono conmigo cargando, él no estaba en casa”, recuerda. Se destapó el asunto poco después. Este hombre tenía una copia de su tarjeta y conocía cada mensaje personal, cada llamada, lo que buscaba en internet, sus comentarios en redes sociales, a lo que le daba “me gusta”, todo.

El control sobre lo que Carmen hacía, con quien hablaba, dónde iba, en qué gastaba era absoluto. Si acudían juntos a recoger a las niñas, ella tenía prohibido dirigirle la palabra a ninguna amiga o madre, cuando se quedó embarazada de su segunda hija le preguntó a un fisioterapeuta al que acudía Carmen si la hija que esperaban era suya, si publicaba algún comentario en Facebook que no fuera de su agrado rompía los cables de internet, no podía tener amigas, ni acercarse a su familia. Carmen era una rehén en su propia casa.

“Yo era un trozo de carne andante”

Su maltratador la fue aislando poco a poco, destruyéndola, minándola hasta que ella se sentía como “un trozo de carne andante”. El maltrato psicológico fue in crescendo hasta que si recibía una llamada y estaban en el coche, aceleraba y daba volantazos de un lado a otro, a punto estuvieron de morir en la carretera varias veces.

Carmen y su marido tuvieron dos hijas. Él nunca se quedó una noche cuidándolas cuando estuvieron enfermas, ni las llevó al médico, ni acudió a una reunión del colegio, ni se ocupó realmente de ellas. La mayor, además, tiene diagnosticada una discapacidad y necesita, todavía a día de hoy, cuidados especiales. La situación de esta familia también cambió cuando fruto de un accidente laboral, Carmen sufrió heridas en unas de sus piernas que complicó su rutina y su vida laboral. Además, no tenía control sobre su propio dinero, su pareja recibía y administraba su pensión, y cuando pudo trabajar, su sueldo.

Una noche, tras una larga pelea de gritos y amenazas, y en presencia de sus dos hijas, la tiró por las escaleras, la encerró en un patio delantero y así se pasó la madrugada llamando con sus nudillos y oyendo a sus hijas llorar. Fue condenado a 60 horas de trabajos para la comunidad, le pusieron una multa y una orden de alejamiento, que quebrantó infinidad de veces sin que tuviese ningún tipo de consecuencia.

Ejerce el control a través del dinero

Cuando por fin Carmen se libró de su “carcelero” físico se encontró con que él había encontrado la manera de seguir sometiéndola. No dejó de tener control sobre ella, siguió ejerciendo violencia con las armas que el sistema otorga a muchos padres separados, el poder del dinero. Porque a pesar de que el juez estableció una pensión de alimentos de 360 euros por las dos niñas, recordemos que la mayor necesita de unos cuidados especializados, Carmen no recibió ni un euro. No era solo alimentarlas, era hacer frente a gastos extraordinarios como el dentista, la psicóloga para su hija menor, una psicoterapeuta para la mayor y todos las peticiones que ellas, adolescentes, le hacen a su madre: tinte, uñas, teléfono móvil, ropa, ir al cine, a tomar algo y todas estas cosas que hacen las chicas de su edad.

Los primeros años tras la separación fueron “muy duros“. “No me llegaban, no tenía. Me ha dado comida Cáritas, Cruz Roja, mis propias vecinas me han traído verduras o me han cocinado algún plato, he llegado a ir al ayuntamiento a pedir alimentos. Lo hemos pasado muy mal”, cuenta.

Dejó deudas y se declaró insolvente

Consiguió como pudo una beca para el comedor que incluía la merienda y el desayuno. Pero lo que Carmen no sabía es que su expareja se había estado endeudando, y como ella se había fiado de él, esas deudas se convirtieron en suyas. Además, como no tenía dinero, no pudo pagar la casa y en pandemia perdió su casa. Ahora vive con su nueva pareja.

La realidad es que su exmarido sí tiene posibles, hace viajes y lleva una buena vida, pero sobre el papel, no tiene nada, es insolvente. “Yo sé que él tiene dinero, aunque luego cuándo vamos al juez lo cuenta que parece que vive debajo de un puente, pero ¿y nosotras? ¿No tenemos derecho a comer?”, se queja. El alza de precios también es un quebradero de cabeza para Carmen que no llega ni a mediados de mes. “El día 10 me quedan once euros en la cuenta”, se lamenta.

Nadie repara el daño

El padre de sus hijas le debe 7.000 euros de impagos y este año, solo abonó el mes de enero. No ha vuelto a recibir ni un céntimo. Carmen cree además, que está bien asesorado. “De vez en cuando hace un ingreso, pequeño, a lo mejor de 50 euros, de cara al juez es muy importante porque refleja, por lo visto, la intención de pagar. Una vez que hacen ese ingreso, parece que ya se le disculpa, pero ¿y el daño que me causa quién lo paga?”, se pregunta.

Miles de víctimas de violencia de género que han logrado dar el paso de separarse se encuentran con la violencia económica. Una forma de someter y controlar que el sistema permite. Una vez que abonan, si es que lo hacen, el daño se cree resarcido, pero lo cierto es que no se castiga el daño causado, con pagar el dinero se cierra el asunto, nadie repara a las víctimas. 

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