El asesino de Déborah Fernández ha tenido suerte, por ahora. 22 años después de matarla no está en prisión y la causa se acaba de archivar una vez más. Periciales hechas a destiempo, testificales olvidadas, pruebas descuidadas o manipuladas y hasta seis jueces que no vieron indicios suficientes contra el único sospechoso de la policía. Por desgracia para él, el caso no ha prescrito aún. Perseverante, la familia de Déborah reclama ahora justicia social.
El 30 de abril de 2002, a las 20:45 de la noche, Arturo vio a Déborah caminando por la “curva de matadero”, en Vigo. La joven estudiante de diseño de 21 años había salido a correr a unos 500 metros de casa, en la avenida que bordea las praias de Alcabre. Su desaparición se fija 15 minutos después y se prolonga hasta que el 10 de mayo una mujer descubre su cuerpo inerte en una cuneta, a 40 kilómetros de distancia; entre la maleza y a un metro de la carretera que une Bayona con A Guarda. Déborah apareció desnuda, con unas hojas de acacia cubriendo sus genitales. Cerca, hallaron un preservativo aparentemente usado y pañuelos de papel, pero sin huellas de pisadas o signos de haber sido arrastrada. Según recoge el atestado policial, “la persona que depositó el cadáver tomó las máximas precauciones para que no quedara ningún vestigio o resto biológico que pudiera vincularse con alguien, máxime si este podía pertenecer a su entorno más cercano”.
Los investigadores tenían claro que se encontraban ante la escena simulada de una agresión sexual: no era una zona frecuentada por parejas, el semen hallado en su interior era demasiado fresco para los días transcurridos y el cadáver tenía las marcas del sujetador y del pantalón, lo que indica que estuvo vestida muchas horas después de su muerte. Luego, alguien la desnudó para teatralizar la escena. Lo que no tardaron en tener claro los investigadores. La autopsia, en cambio, dejó una gran incertidumbre que la jueza aún no ha considerado resuelta: si se trató de una muerte súbita o una asfixia por sofocación. Aunque la policía y los reputados forenses a los que recurrió la familia aboguen por la última opción, que la asfixiaron.
Lo que era evidente es que el asesino tuvo “complicado deshacerse del cuerpo sin vida de Déborah en un primer momento”, con lo que decidió ocultarlo durante días en algún tipo de arcón frigorífico o en un lugar cerrado a temperatura más baja de la ambiental. Un lugar secreto, recóndito, reservado. El grupo de Homicidios de la Comisaría General de Policía Judicial denominó su investigación como ‘Operación Arcano’.
La hipótesis D y un único sospechoso señalado
Ante la evidencia de que el punto en el que desapareció Déborah estaba iluminado y que nadie la oyó gritar, los investigadores plantearon cuatro hipótesis: que no conocía a sus agresores, con lo que al menos tuvieron que introducirla entre dos personas a la fuerza en el coche; que lo conociese sin confiárselo a nadie de su entorno, lo que arrojaría un patrón de comportamiento inverosímil con la víctima; que fuese alguien realmente cercano, con quien hubiese tenido una relación sexual previa y al que se acercó despechada por un desamor, ya que meses atrás había roto con su novio; o que fuese, directamente, este último: Pablo Pérez. Y esta hipótesis, la D, fue la defendida por los investigadores todo este tiempo.
Pablo y Déborah tenían 27 y 19 años cuando iniciaron una relación de casi dos años a la que él puso fin cuando marchó a Argentina para trabajar en el negocio familiar, especializado en el langostino. Su padre era un conocido empresario gallego y su abuelo fue alcalde de Vigo; para su madre, Déborah nunca fue la novia indicada. Según Pablo, los meses que estuvieron separados por un océano nunca tuvieron contacto. Según una pericial aportada por la familia casi 20 años después, ambos compartieron fotos íntimas por Messenger poco antes de que él volviese a Vigo. Aunque en realidad, los agentes de Homicidios arman su hipótesis D con las ocho contradicciones detectadas en las sucesivas declaraciones que el propio Pablo hizo en sede policial. Entre unas y otras, corrigió su recorrido de aquella noche, reconoció que habló con Déborah, que sus padres no estaban en casa o que la joven sí tenía llaves de su apartamento. Granos de arena apenas visibles de no haberlos unido en una montaña de incoherencias.
La guerreira que reclama Justicia para Déborah
Muchas veces he pensado en cuánto habría de Déborah en su hermana pequeña Rosa, con la que se llevaba tres años. Su desaparición la pilló “en un día de colegio como otro cualquiera”. De la búsqueda guarda, sobre todo, el recuerdo de las llamadas de desalmados, pidiendo rescates o amenazando con hacer daño al resto de las hermanas si no pagaban. Del hallazgo recuerda que se lo contó un paisano mientras ella miraba el cártel con la foto de su hermana desaparecida que colgaba en un árbol de Vigo. 8.085 días después de ese instante, todavía se echa a llorar. Es el único momento en el que se le rompe la voz. El resto resiste de manera titánica. ¿Uno de sus últimos retos?, visitar el punto exacto donde apareció su hermana. Su madre lo ubicó a los tres años del crimen porque alguien -siguen sin saber, aunque sospechan quién- dejó allí un gran ramo de rosas rojas. ¿Otro objetivo particular?, sentir cómo es que te asfixien e imaginar lo que debió sentir el asesino al notar el aliento final de Déborah. “Ojalá que el recuerdo de lo que hizo le carcoma por dentro. Aunque es un puto cobarde y nunca confesará que la mató”.
No hay nada bueno en nada hasta que esté terminado. La cita, que se atribuye al guerrero mongol Gengis Kan, bien podría haberla acuñado esta guerreira. Rosa Fernández se ha entregado y desgastado en cada fase del camino. Especialmente, cuando al margen de su familia, inició por su cuenta una revisión del caso en 2017 y en 2019 puso en marcha una campaña de recogida de firmas en Change.org bajo el reclamo de Justicia para Déborah con el fin de solicitar la reapertura de la causa -paralizada nueve años atrás- que derivó en una sucesión de nuevas testificales: desde los que pasaban por allí, a la declaración de los padres de Déborah -nunca solicitada-, pasando por lo que parecía un imposible, que el único y principal sospechoso declarase como investigado en sede judicial. Lo hizo en 2021, el mismo año en que exhumaron el cadáver de Déborah para buscar restos de ADN que la ciencia forense hubiese pasado por alto en 2002.
“Sin duda, el mejor día de mi vida en todo este proceso fue cuando imputaron a Pablo”, recalca Rosa, por si quedaban dudas. Y al igual que lo apuntaron en su momento los investigadores, tanto él como sus padres incurrieron en contradicciones que la jueza no tuvo a bien someter a careo, pese a la petición de la acusación particular, por entender que había pasado mucho tiempo como para recordar todo con precisión. “Lo peor -lamenta Rosa- ha sido confiar en una justicia que me ha dado por culo. Porque mi guerra no era Pablo en sí, sino que había motivos para que lo hubiesen citado mucho antes”.
Hace un año, paró por prescripción médica. “Caí en un pozo, me pudo el agotamiento…”. Lo cierto es que del dineral que llevan gastado en dos décadas, el único que dice no computar es el invertido en psicólogos. Sea como fuere, nunca ha tirado la toalla. Tampoco ahora que la jueza ha vuelto a archivar la causa, hace quince días y 22 años después del crimen, por falta de indicios contra el único investigado. Esta vez, en cambio, lo esperaban y necesitaban.
Siete jueces, decenas de policías y una mano negra
El varapalo fue en 2010, cuando el magistrado dio carpetazo a instrucción justo después de presentarse el primer atestado policial que señalaba a Pablo Pérez como sospechoso. “Literalmente, tardó tres días desde que lo recibió. No tuvo ni tiempo de leerlo. ¿Cómo no pensar que ha habido una mano negra en toda esta historia?”, apostilla. El sumario del caso se concentra en 20 tomos por los que, en dos décadas, han transitado siete jueces, tres fiscales y seis equipos de investigación de la Policía Nacional -la familia llegó a pedir sin éxito que la investigación recayese en la Guardia Civil-. “Y la mayoría de lo aportado en esta instrucción ha sido gracias a mi abogado y a los peritos que hemos contratado la familia, o que han trabajado de manera altruista”. Incluida Lazarus, una de las empresas de peritajes informáticos más prestigiosas del mundo -estudió el teléfono de Diana Quer-, que elaboró un detallado informe sobre el teléfono móvil y el disco duro del ordenador de Déborah. Aunque antes tuvieron que encontrarlos y repararlos: el teléfono estuvo durante años extraviado en dependencias policiales y apareció durante unas obras, metido en una caja y sin tarjeta SIM. El ordenador echó humo nada más encenderlo, también años después. Y el disco duro resultó estar manipulado y sobrescrito cuando ya se encontraba bajo custodia policial. No hace falta subirse a ninguna nave del misterio para comprender la perplejidad de la familia.
“Ya que no hay justicia en los juzgados, queremos justicia social”, resume Rosa con energía suficiente para seguir luchando. Van a publicar un libro y tienen en mente un documental que “pondrá la cara colorada a más de uno”. Pese al último cierre judicial, el caso no está prescrito y la familia de Déborah cuenta aún con una prórroga de otros veinte años que empezaron a contar el día que declaró Pablo Pérez, en 2021. Mientras tanto, su objetivo está claro: que el asesinato de Déborah Fernández-Cervera Neira no se borre de la memoria colectiva.