Andrea, militar y víctima de violencia de género: “Cuando fui a denunciar me dijeron que no eran más que riñas”

Andrea Cabezas es una mujer decidida, con carácter y sabe defenderse. Rompe los estereotipos del imaginario que tenemos en torno a las mujeres que sufren violencia. Esta es su historia

Andrea Cabezas ha vivido mucho tiempo con miedo al estigma que rodea ser víctima de violencia de género. No es sencillo cargar con la etiqueta y las suspicacias ajenas, sin embargo, está convencida de que la vergüenza debe cambiar de bando y ha decidido dar la cara y contar su historia. Ella y su maltratador, un veterinario y empresario, se movían en los mismos círculos de boxeo y Jiu-jitsu -un arte marcial brasileña- que esta joven de 33 practica. “Me pareció una persona solvente, todo era normal al principio, me sentía en una relación de igualdad“, recuerda. Cabezas es militar y abogada, una mujer decidida, con carácter y sabe defenderse. Rompe los estereotipos del imaginario que tenemos en torno a las mujeres que sufren violencia, porque, en realidad, no existe un perfil de víctima, ni de agresor.

El primer bofetón

La relación iba tan bien que decidieron formar una familia y fue, en ese momento, cuando se comenzó a torcer todo. “Al principio es muy sutil, es un maltrato invisible. Yo estaba embarazada, estudiando derecho y me decía que no me podía quedar haciendo un trabajo hasta tarde con mis compañeros, que tenía que descansar, tampoco me convenía asistir a un cumpleaños. Son pequeñas cosas que no te alarman porque te cuadra”, apunta. Ese trabajo de desgaste “sibilino” se intensificó al mismo ritmo que las discusiones hasta que un día le dio un bofetón. No lo olvida, cómo se quedó en shock, asustada en el suelo mientras se le caía la baba. “No me lo esperaba”, confiesa. Abandonó su casa y decidió que se tenían que dar un tiempo. No pensó que estaba en una relación de violencia, lo achacó al estrés y a los nervios. “Llegué a dudar de si yo había tenido la culpa, incluso“, explica. Se lo contó a su madre, quien preocupada, acudió a los servicios sociales. Abrieron una nota, pero nunca se pusieron en contacto con Andrea.

Embarazada y con la cabeza hecha un lío, le dio una nueva oportunidad a su relación sin saber que todo iba a empeorar. Cuando dio a luz, por ejemplo, él se negó a que los padres de Andrea acudieran al hospital, y la amenazó: “Si vienen, sabes lo que os va a pasar”, le dijo, Ella estaba asustada y pidió a los sanitarios que le echasen de la habitación. El director del hospital le dijo que no podían y que si se sentía insegura llamase ella misma a la Policía.

Un ataque con testigos

Con los puntos de la cesárea recién puestos, Cabezas pidió el alta voluntaria y se marchó a casa con su hija con el miedo metido en el cuerpo, pero sentía que le debía una oportunidad a su flamante familia y volvió con él. Un día, asistieron a un acto de tiro al plato y cuando se iban en a ir, él, que había bebido, insistía en conducir. “No vales para nada, no sabes conducir, yo lo llevo”, le dijo. Andrea, no se lo pensó, cogió a su hija y echó a andar. Él la persiguió y la agarró del pelo, la mordió, comenzó a darle patadas y la dejó tirada en el suelo. Dos jóvenes la socorrieron y ella, lejos de su familia, porque vivían en otra ciudad, acabó la tarde en casa de su suegros, que fueron los que curaron sus heridas.

“Te tenía que haber matado a ti y a la niña el domingo”

Andrea tenía miedo. Su maltratador no solo la había agredido, había amenazado con hacerle daño a la niña. No se atrevía a hablar cuando convivían, temía las discusiones y que viniesen acompañadas de golpes. Pero cuando tras el incidente del tiro al plato y en mitad de una pelea él espetó: “Te tenía que haber matado a ti y a la niña el domingo” las alarmas se le encendieron. Prácticamente escapó, en un coche que no era el suyo y se refugió temblando en un hotel de la ciudad. Sola, magullada, con un bebé de apenas dos meses, se dio cuenta de que necesitaba ayuda.

No confiaba en nadie. Había llamado en alguna ocasión al 112 para pedir ayuda y el aviso llegó a la Guardia Civil, pero nunca llegó nadie a socorrerla. El suegro de Andrea era Jefe de la Policía Local del municipio y sospecha que esa es la razón por la que las Fuerzas de Seguridad nunca acudieron a sus llamadas de auxilio, de hecho, esta omisión de socorro está incluida en la denuncia por malos tratos.

Su madre y una amiga la convencieron para dejar la relación, pero no se planteó denunciar

Ese día, en esa habitación de hotel, Andrea escuchó a su madre y a una amiga que le recomendaron que tomara cartas en el asunto. Ellas llamaron al 016 y consiguieron los teléfonos que necesitaban para dar el primer caso, aunque no encontraron el apoyo que esperaban. “Pensaba que iba a volver con él, pero todo lo que me dijeron mi madre y su amiga me hizo pensar. Me di cuenta que no tenía herramientas para solucionar el problema, que necesitaba que alguien me ayudase”, cuenta; aunque no se planteó denunciar.

Comenzó a trabajar con una asociación de víctimas, recibió apoyo psicológico, una ayuda que evitó que volviese con él cuando intentó convencerla de nuevo para volver a empezar. Decidió separarse, firmaron un convenio regulador de mutuo acuerdo, pero pidió visitas en un Punto de Encuentro Familiar (PEF), al fin y al cabo, había amenazado a su hija. En esos intercambios, él aprovechaba para insultarla “cómo vas vestida, pareces una furcia”, le decía, por ejemplo y llegaba horas tarde.

“Tuve suerte de que me agrediese en la calle, si no, a saber si me hubiesen creído”

En una ocasión, Andrea notó algo distinto, había aprendido a leer sus intenciones y cuando se llevó a la niña, ese “despídete de ella“, le sonó raro. Más tarde, recibió una llamada, en la que solo oyó a su hija llorar antes de que colgasen el teléfono. Llamó a la Policía y dos patrullas se personaron para ver qué había ocurrido. Él entregó a la niña con unas lesiones, cuyo origen no se podía probar, y se fue para urgencias. Todo quedo en nada, pero Cabezas tenía pánico y no sabía muy bien qué hacer.

Cuando volvió a verle para entregarle a la niña, la volvió a agredir, en la calle, con testigos, “tuve esa suerte, si no a saber si me hubiesen creído”. Se puso en marcha un protocolo y Andrea decidió dejarse guiar. Al salir del hospital acudió a comisaría a denunciar. No tiene un buen recuerdo de ello. La atendieron unos policías, hombres, de la UFAM, la unidad de Atención a la Familia y la Mujer que se encarga de este tipo de delitos. Andrea asegura que intentaron disuadirla de formalizar la denuncia “Luego cambiarás de opinión, esto no son más que riñas“, “no te creas que es fácil conseguir una orden de protección”, le dijeron.

La Policía la intentó disuadir de poner la denuncia: “Cambiarás de opinión, esto no son más que riñas”

Andrea estuvo cinco horas en esa comisaría, en una sala en la que entraba y salía gente continuamente, sonaban los walkie talkie  y donde tuvo que narrar toda una relación de maltrato. Intimidades y vergüenzas que llevaba tanto callando. No contó todo. Hay muchas cosas que no se atrevió a verbalizar y que llevará siempre con ella. “No me sentí segura en comisaría, me daba la sensación de que les molestaba, que me estaban juzgando y no me creían”, asegura. Al salir estaba como en una nube, asustada y culpable.

La jueza le preguntó por qué no había denunciado antes

Al día siguiente se celebró el juicio rápido, al que llegó sin tener ni idea de en qué consistía el proceso. A pesar de que la jueza condenó a su maltratador a un año y nueve meses de cárcel, recordemos que había testigos de dos agresiones, le preguntó que si le tenía tanto miedo, por qué había tardado tanto en denunciar, y que por qué temía por la seguridad de su bebé si nunca le había hecho nada. Dos cuestiones que ponen en evidencia la falta de formación y especialización en violencia de género de la jueza. Sobre todo si tenemos en cuenta que Andrea salió de ahí catalogada como una víctima de riesgo alto en el sistema VioGén.

La psicóloga que la salvó

A pesar de que la orden de alejamiento incluía a su hija y el sistema la había creído, Andrea tardó mucho en volver a salir de su casa. Tenía miedo y se encerró. Mientras el maltratador hacía una vida normal, ella, a pesar de todo, era la que sufría las consecuencias de la violencia. Tardo mucho en recuperar una cierta normalidad. A ello contribuyó la psicóloga de la Oficina de Atención a Víctimas del juzgado. “Si no es por ella, no hubiese vuelto a salir de casa, a ponerme un vestido, a arreglarme“, admite. Dos años después de aquello, Andrea confiesa que no ha vuelto a ser la misma y se pregunta si algún día lo será.

Violencia económica y el miedo por su hija

Porque además de las secuelas psicológicas: estrés post traumático, ansiedad, insomnio; tras la condena de su maltratador, comenzó una batalla legal sin cuartel, que todavía la tiene incapacitada para cerrar el círculo. Sufre violencia económica, su agresor se las ingenia para no pagar la pensión, tuvo que contratar un detective para poder demostrar que su expareja estaba poniendo todo a nombre de su madre para no tener que hacer frente a determinadas obligaciones. Él ha seguido ejerciendo violencia, pero lo hace a través de la pensión de su hija. En definitiva, no ha podido pasar página y su economía se ha resentido con tanto proceso judicial. “Esto me ha destrozado, sigo destrozada. Siento que el propio sistema le permite seguir maltratándome”, insiste.

Además hay algo que a Andrea no se le va de la cabeza y es su hija. Ahora mismo, su maltratador no tiene acceso a ella, pero eso podría cambiar y esa idea le aterra. “Mi futuro depende de la leyes, del Pacto de Estado contra la Violencia de Género, son los que van a decidir mi vida y la de mi hija”. De momento, Andrea ha terminado derecho, su trabajo fin grado giraba en torno a la violencia vicaria y continúa formándose en violencia. Dedica una gran parte de su tiempo a divulgar y a ayudar a otras mujeres que están pasando por lo mismo. “Las aconsejo para que no cometan los mismos errores que yo, las escucho, que muchas veces es justo lo que necesitamos, que nos escuchen”.

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