Alina propone ir al cementerio. Quiere mostrarnos la lápida que ha diseñado para Larisa y Elisa y que ha llegado hace pocas semanas. Casi todos los días sube andando la colina que lleva hasta el lugar donde hace ocho meses tuvo que enterrar a sus hijas de cuatro y dos años. A lo largo de toda la charla estarán presentes y al despedirnos nos dará la sensación de que las conocíamos. Las bromas que gastaban, lo que les gustaba jugar en el campo con perros y gatos, los gusanitos, el carácter fuerte y decidido de la mayor que cuidaba de su hermana Elisa que era pura inocencia y sonrisas. Hoy no están y Alina empieza a digerir que esa ausencia se podría haber evitado. Que, a pesar del negro sobre blanco de las leyes, todos los protocolos y el engranaje que debía protegerlas fallaron. Son víctimas de las grietas de un sistema que no está pensado para ellas y por las que se coló la violencia vicaria.
Alina se está recuperando del mayor zarpazo de la vida y se muestra entera, tranquila y con una dignidad que asombra, con esa “autoridad que da el fracaso” que escribía Fitzgerald. Tiene 25 años, pero sus palabras y razonamientos parecen provenir de alguien que lleva más tiempo pisando esta tierra. En ella orbitan esas dos realidades la de una madre en pleno duelo y la vida de una joven que a cada rato comprueba el móvil por si han publicado los resultados de su examen del carné de conducir.
Sin apoyo ni atención psicológica
Estamos en Abla (Almería), la entrevista se realiza hace un mes, y hemos venido a su llamada sin concretar detalles de lo que quiere contar y hasta dónde. Cuando le preguntamos si se siente preparada y cómoda su respuesta es una patada en el estómago: “Creo que me hace bien hablar, como ir a la psicóloga y como no tengo…”. Ocho meses después de que su expareja asesinase a sus hijas, tras una cadena de errores, a Alina nadie le ha ofrecido ayuda. De ningún tipo. Ni una llamada, ofrecimiento o perdón. Las instituciones no están ni se las espera.
Alina nació en Rumanía, vino a España de visita con 18 años para ayudar a su padre tras un ictus. Un padre al que apenas conocía y al que su madre había denunciado por malos tratos. No hablaba el idioma, no conocía a nadie y a los pocos días de aburrirse en casa le pareció buena idea ponerse a trabajar en el invernadero al que su progenitor dedicaba casi todas las horas del día. Allí conoció a Cristian, también rumano; era encargado y tenía 29 años. “Tuve un primer año de relación muy bueno, era un ángel“, recuerda.
Multitud de indicadores de riesgo
Al tiempo se queda embarazada y a los tres meses de gestación regresa un par de semanas de visita a su tierra. Cuando vuelve, todo ha cambiado. “Era otra persona, no le reconocía. Se hacía películas en la cabeza, que me había ido para salir con otros muchachos, que le engañaba, que amaba a otro”, asegura. Ahí empezaron los gritos, el destrozar la casa, la vajilla, los golpes, el control y el aislamiento. Después, él siempre pedía perdón y cacareaba promesas de cambio. Así funciona el ciclo de la violencia. Alina dio a luz a Larisa (un parto en el que él se desmayó) e intentó encontrar la manera de reconducir la construcción de su familia. Ella no lo sabía, pero era una misión imposible.
Se mudaron a un cortijo apartado al lado de la autovía, “donde si gritaba no me escuchaba nadie“. Le prohibió trabajar, casi vivir y le rompió varios móviles para evitar que hablase con los suyos. Alina estaba sola en un pueblo pequeño, su maltratador tenía armas en casa y problemas con el alcohol, apenas podía hablar español, con un bebé y embarazada de otro. No se atrevió a compartir su situación con su madre y hermana para no preocuparlas, estaba aislada y desconocía qué opciones tenía si decidía pedir ayuda. Es difícil encontrar una vulnerabilidad de tal calibre y tantos indicadores de riesgo juntos.
“Te voy a enterrar en ácido en el desierto de Tabernas”
Christian controlaba todo. Su día a día, su ropa, sus comunicaciones y cuando quería hacerla temblar le soltaba frases como: “te voy a enterrar en ácido en el desierto de Tabernas”. La escupía, la insultaba y golpeaba. Ella incomunicada (no tenía teléfono), en mitad de la nada, comenzó a entender que estaba en peligro y una noche le verbalizó, tras la enésima agresión, que le denunciaría. Él agarró a una de las niñas y Alina intentó cogerle el móvil para pedir ayuda. Casi le rompe la mano. Su instinto de supervivencia le hizo fingir cierta normalidad hasta que se quedó dormido. Al día siguiente él se olvidó el teléfono en casa y ella pudo, por fin, avisar a la Guardia Civil.
Se personaron en su casa y él pasó 24 horas en el calabozo. Como pudo -recordemos que no hablaba bien el idioma por aquel entonces- narró a los guardias el calvario que llevaba años viviendo. Alina recuerda que uno de esos agentes le hizo un comentario inaudito para una mujer en su situación: “entonces a las niñas no les ha hecho nada, ¿no?”. Los hijos e hijas de víctimas son por ley, también víctimas de violencia de género; son testigos y la sufren les agredan o no físicamente. Está prohibido decretar visitas y custodia a un maltratador que está siendo investigado o ha sido condenado. Presenciar la violencia que se ejerce contra tu madre es ya de por sí maltrato. Este es el primero de muchos errores a los que se enfrentaron Alina, Larisa y Elisa. Se minimizó el riego que corrían las pequeñas. En realidad, es el primer fallo que podemos señalar, pero la situación de Alina era un secreto a voces en el pueblo; que nadie detectase su situación y actuase es otra grieta del sistema.
La casa de acogida era una cárcel para Alina
Con la intención de protegerla, enviaron a Alina a una casa de acogida en Almería. Ahí estuvo tres meses con dos bebés, confundida y rodeada de gente que no conocía y con la que le era difícil comunicarse. Una experiencia nefasta para ella. El control en el que se había acostumbrado a vivir con Cristian mutó en otro. No podía decidir qué leche en polvo podía tomar Elisa, permitir que Larisa tomase yogures, cómo vestirlas y en qué gastar la ayuda gubernamental que recibía. Cuando alzó la voz, y de un día para otro, la mandaron a otro centro: “Prepárate que te vas con tus dos niñas”, le espetaron. Ella no sabía ni adónde ni qué se iba a encontrar. Acabó en Granada en otro “internado” donde tampoco tenía ningún poder de decisión sobre su vida. Le controlaban el dinero que tenía en la cuenta, le prohibían invertir en ropa para sus hijas. Ellas le facilitaban ropa de segunda mano, pero para Alina era importante que Larisa fuese al colegio feliz y con los zapatos que le gustaban, también quería comprarse algún detalle para ella misma, pero la atmósfera que describe es asfixiante.
“Sentí que estaba mejor con mi maltratador”
Se sentía como una niña y recuerda que la comida en estos centros era casi siempre idéntica. Comió lentejas durante meses. La psicóloga que la atendió, con la que no se sentía a gusto, le llegó a preguntar que cómo llevaba la abstinencia sexual. A los ocho meses, ella no pudo más: “Sentí que estaba mejor con mi maltratador”. Así de crudo. La red que debía sostenerla solo sirvió para enredarla y buscar en su verdugo la comprensión y libertad que no encontró en ninguno de estos centros de emergencia y recuperación.
Así que llamó a Cristian y le pidió ayuda para alquilar una casa. “Pensé que no tenía a nadie en España y que si ni la ley ni las de la casa de acogida me ayudaban tenía que ayudarme sola“. Porque Alina debía trabajar para sacar a sus hijas adelante y tenía una idea en la cabeza que no la abandonaba: si quería salir del país y volver a Rumanía con sus hijas, necesitaba el consentimiento de Cristian. En ese momento, buscar un acercamiento, le pareció la mejor idea.
Trabajaba dieciséis horas diarias
Se instaló en Abla. Encontró trabajo como camarera, dieciséis horas al día de cara al público que compaginaba con atender a dos niñas pequeñas. Comenzó a sobrevivir. Se organizó y con la ayuda de una mujer a la que pagaba por cuidar a sus hijas, el apoyo de una profesora que se las acercaba al terminar las clases y un tesón inconmensurable logró cierta normalidad. Tenía ingresos, empezó a hacer amigas y hasta se enamoró.
Todo lo bien que le iba Alina era un dolor para Cristian, que intercalaba el interés por Larissa y Elisa con llamadas intempestivas cargadas de odio e insultos. Se mantenía la orden de alejamiento y le pedían tan solo un año de cárcel, un juicio que se iba a celebrar el 10 de abril, unos días después de que ocurriese todo. Ella no percibió riesgo porque el propio sistema así se lo transmitió. A pesar de que su abogada, a la que Alina está muy agradecida, pidió que las niñas se mantuvieran alejadas del maltratador, las instituciones desoyeron sus peticiones.
Se decretaron visitas, aunque están prohibidas por ley
No solo eso. Condenaron a Alina a tener que regatear al sistema para ajustarlo a su realidad. En primer lugar, decretaron visitas en un Punto de Encuentro Familiar (PEF) cuando ella estaba en Granada. Un obstáculo del tamaño del Everest para ella. Cómo iba y venía a Almería sin coche, sin medios ¿y qué hacía mientras las pequeñas estaban con él? ¿Estar en la calle todo el día sola esperando? No tenía ningún sentido y le suponía un problema titánico. Y después, cuando se estableció en Abla, ir al PEF con su horario laboral era inviable.
Optó por salirse del sistema y acordar con su maltratador un horario en la que ellos mismos se entregaban y recogían a las niñas. Y todo esto mientras Cristian portaba una pulsera de localización, conectado al sistema Cometa, ante el riesgo que corría la vida de Alina. Un despropósito al que la abocaron los encargados de protegerlas a ella y a sus hijas.
Mientras se ajustaban a estas nuevas dinámicas, las hijas de Alina encontraron en Ismael, su nueva pareja, un cómplice en sus juegos y en sus vidas. Se volcaba, las mimaba y cuidaba, toda una novedad para ellas. Alina se apoyó mucho en él. Aún recuerda cuando un día Larisa hablando con Ismael, que la estaba intentando convencer para que se durmiera, le decía: “Mi corazón no quiere dormir, mi corazón quiere jugar”.
El último intercambio
Cristian se volvía loco si alguna vez Larisa le decía lo mucho que le gustaba Nene (como le llamaban), y le describía cómo jugaban juntos. Tampoco se callaba lo que pensaba de él. “Eres un padre malo”, le había llegado a verbalizar. Porque a la vuelta de muchas de estas visitas, que están prohibidas por ley, las niñas volvían sin ropa, sucias, sin dormir y le confirmaban a su madre que su padre había estado bebiendo.
Fue en uno de estos intercambios la última vez que las vio, el 17 de marzo de este año. Cree que lo tenía planeado desde hacía semanas porque un resfriado de Elisa evitó que acompañase a su hermana en la penúltima visita e insistió en que las dos acudiesen la próxima vez. “Ese día -cuando ocurrió todo- se me quedó mirando con ellas en el coche un largo rato antes de irse”. Ella no le dio importancia, tampoco al hecho de no recibir fotos de las pequeñas que Cristian acostumbraba a mandarle cuando estaban con él, ni que no cogiese el teléfono por la mañana. Le gustaba ir al campo, donde no había cobertura y lo achacó a esos paseos campestres.
Pensó que le tendía una trampa
Fue ya por la tarde-noche cuando la ausencia de noticias le comenzó a escamar. Se puso en contacto con el cuñado y la hermana de Cristian, no sabían nada de él desde el día anterior. Se asustó, pensó que podían haber tenido un accidente. Llamó a su jefe, que le confirmó que tampoco había ido a trabajar por la mañana, ni por la noche. “Ahí ya me venían a la cabeza cosas malas”, admite. Pensó incluso que le estaba tendiendo una trampa y pretendía que se acercase a la casa y poder atacarla. Ismael, el cuñado y ella decidieron acercarse al domicilio, con todas las cautelas por si era una emboscada.
El entierro se pagó con una colecta
Pero no lo era. Cuando los encontraron, Cristian era el único que todavía tenía pulso, murió poco después. El resto es una nebulosa para Alina. Desmayos, mareos, llantos y pastillas debajo de la lengua. Todo el mundo parecía muy preocupado y volcado con lo que había pasado, pero el entierro de las pequeñas se tuvo que pagar con una colecta. Ninguna administración prestó ayuda. “Recuerdo que ese día tenía unas psicólogas a mi lado y la gente me decía que me iban a ayudar, pero yo estaba muerta en vida, no podía hacer ni pedir nada, necesitaba mi tiempo”. Se fue a Rumanía buscando el calor familiar y cuando regresó ella sola tuvo que buscar la manera de sobrevivir con ataques de pánico, insomnio, ansiedad y depresión, encontrar un lugar dónde vivir y dinero para subsistir los dos meses que tardó en volver a trabajar.
Ya no espera nada, ha dejado de creer, se le nota en la mirada. Tuvo dos sesiones en una semana con una psicóloga en el pueblo que se tuvo que marchar y desde entonces nadie mira por su recuperación y su bienestar. Necesita ayuda, otra vez, y de nuevo ha tenido que sacarse las castañas del fuego ella sola. El caso de Alina es una radiografía de todo lo que no funciona y que se repitió con Amal unos meses después en Las Pedroñeras. El engranaje tiene errores. Sobre todo, para mujeres migrantes y en entornos rurales. Hoy los responsables políticos se llenarán la boca con la importancia de luchar y atender a las víctimas de violencia de género. Es el cinismo del sistema. Mientras, Alina volverá a subir sola la cuesta donde descansan Larisa y Elisa y en la que se puede leer: “Teníais el brillo de una estrella que ahora vemos en el cielo”.