Adama nunca supo lo que le iba a pasar. Un día, cuando tenía 12 años, su familia viajó a su pueblo, en Guinea Conakry: sus tías, tíos, abuela. Se juntaron como si de una celebración se tratara, pero a ella no le dieron muchas explicaciones y su mente de niña no alcanzaba a comprender lo que estaba a punto de ocurrir. Su padre le dijo que se tenía que bañar y que por la mañana saldrían. Adama es la mayor de muchas hermanas, 21, en concreto, con tres de ellas comparte madre. Al ser la primogénita fue la primera a la que la tradición mutiló y por eso no sabía muy bien a lo que se enfrentaba.
Después del baño, entró en una sala plagada de caras desconocidas y allí cuatro mujeres la agarraron de los brazos y las piernas y una quinta procedió a realizarle lo que se conoce como mutilación genital femenina (MGF). Pasó mucho miedo, no se lo esperaba ni consiguió razonarlo, sin embargo todo el mundo parecía feliz así que lo asumió como algo que tenía que vivir por ser mujer.
Un matrimonio pactado con un maltratador
Tras ese día, ella ya estaba preparada para encontrar esposo y cuando cumplió 16 años comenzaron las gestiones. “Mi padre me llamó un viernes y me dijo que ya era una mujer, que tenía que casarme y que me iban a conseguir un hombre”, recuerda. Lo encontraron: un señor de Gambia, al que ella no había visto nunca había sido seleccionado para convertirla en una mujer de provecho, para progresar en la vida.
Antes de la boda, Adama fue a visitarle a su país. Era la primera vez que realizaba un viaje tan largo y fuera de su pueblo y su país, recuerda cómo todo le parecía nuevo y extraño, como no era consciente de lo que estaba ocurriendo. Allí, en Gambia, le esperaba su futuro marido y toda su familia. En una semana se organizó la boda y el futuro de Adama estaba sellado. No tardó en quedarse embarazada. Tuvo, un hijo, y después, otro. Dos chicos que no se tendrían que enfrentar nunca a lo mismo que ella y todas sus hermanas. En ese aspecto, estaban a salvo.
Dolores y ausencia de placer
El marido pasó el examen familiar, pero nunca la trató bien. La insultaba y la pegaba, Adama era víctima también de violencia de género, pero como con la MGF nunca se planteó si eso estaba bien o mal, simplemente pensaba que era lo que le había tocado y no le daba muchas vueltas. Así de robustas son las tradiciones porque Adama sufría dolores como consecuencia de la mutilación y no experimentaba placer. “En mis relaciones sexuales mi marido me trataba como si yo fuera un muñeco“, confiesa, y sin embargo, le parecía algo normal que compartía con el resto de mujeres de su comunidad.
Un tabú en su familia
Su tatarabuela, su bisabuela, su madre, sus tías, sus hermanas y primas, todas las mujeres de su vida habían pasado por lo mismo y no era algo de lo que se hablara. Era más bien un tabú. Generaciones de mujeres a las que se las había arrancado la posibilidad de ser y condenadas a sufrir las consecuencias de una cultura en la que no podían desear como prueba de fidelidad y pureza.
Cuando tenía 22 años, Adama viajó a España y todas sus creencias se tambalearon al llegar y comprobar con sus propios ojos que las mujeres tenían otras posibilidades y más derechos. Su vida cambió para siempre. En un primer momento viajó sin sus hijos. Y al llegar aquí algunas de sus costumbres le comenzaron a parecer ilógicas y dañinas. “No me plantee nada hasta que llegué aquí. Me parecía normal”, apunta.
Entiende a su madre
Cuando su mundo viró se armó de valor y decidió hablar del tema con su madre que no tenía muchas explicaciones que darle, era su cultura, sus tradiciones. Adama no le guarda rencor porque entiende que su propia madre es también una víctima del sistema e hizo lo que creía que era mejor ella. A quien no perdona, en cambio, es a la mujer que la mutiló. Ella era la encargada de realizarle las curas cuando era una niña y no se olvida de ella. No la perdona.
Adama ahora es feliz. En España se enamoró y pudo por fin casarse por amor. Con un hombre que la respeta, la quiere y la apoya. También los dolores disminuyeron gracias a una medicación que le facilitó una ginecóloga y se plantea someterse a una reconstrucción genital. Vive con sus hijos a quien les contará su historia cuando sean más mayores y puedan entender, con perspectiva, el largo camino de su madre hasta sentirse libre.
Mentalidad blanca
También lucha para evitar que otras niñas sufran lo que ella experimentó. Lo hace trabajando en la ONG Kirira, donde da charlas en colegios concienciando a las adolescentes de las consecuencias de la MGF. Una labor que desempeña también con su propia hermana que tiene una niña de ocho años y se está pensado en someterla a la mutilación. “Ella piensa que tengo una mentalidad blanca, que he cambiado. Tengo mucha confianza con ella y la ayudó mandando dinero, pero ya le he dicho que si se lo hace a su hija no contribuiré más“, cuenta.
Y así es como se cambia la mentalidad de una sociedad. Poco a poco, con el boca a boca, rompiendo el silencio y alzando la voz contra las prácticas contrarias a los derechos humanos por muy ancestrales y tradicionales que sean.