016 / Ni una más

A Dulce la secuestraron su marido y su suegra

A oscuras, golpeada, maniatada e incomunicada por su pareja y su suegra. Así fue el mes de cautiverio de Dulce, la joven liberada hace cuatro días en Salamanca

Dulce estuvo atada por su agresor durante un mes en Salamanca Cedidas

Nadie sabe ubicar las fechas con precisión: cuándo se fue a vivir con José, cuándo lo intentó dejar, cuándo volvió y, mucho menos, cuándo fueron pasando los días sin noticias de Dulce. Lo que tienen claro es que el pasado sábado fue el fin de su cautiverio. Lo que no imaginaban era el estado en el que la verían salir de ese encierro, del que familia y vecinos aseguran con absoluto pesar no haber sido conscientes.

Amoratada, con el cuerpo magullado, el ojo morado. Con el pelo lleno de trasquilones y sin decir ni una palabra, totalmente en shock”. Así cuenta Malka, la vecina que llamó a la policía alertada por los gritos que escuchaba, cómo fue el camino de Dulce hacia la libertad. Detrás salieron su pareja y presunto secuestrador –José, de 29 años– y la madre de este y a la par también secuestradora –Ana, de 50 años-. Ambos llevan desde el sábado en la prisión de Topas, en Salamanca, acusados de retención ilegal de la joven de 19 años a la que habrían tenido cautiva durante al menos un mes, según el relato que ha conseguido hilar ella misma, la víctima, que intenta como puede buscar una explicación a lo vivido.

¿El porqué de un secuestro?

“Él no estaba bien, tenía problemas mentales, pero creo que él temía que ella lo dejase. Lo de su madre sí que no tiene nombre”. Miguel es cauto y mide bien cada palabra, pensando en proteger ahora que puede a su hermana pequeña, de la que no sabe bien cómo pudo perder la pista hasta escaparse así de su radar. A sus 27 años, como él mismo cuenta, tiene “mucha más vida fuera del marco de la ley gitana” y nunca entendió que su hermana Dulce decidiese regresar con José hace unos meses, al poco tiempo de dejarle. Aunque le bailan las fechas. “No recuerdo exactamente cuándo fue. Tampoco la boda, que no fue con celebración, sólo un arrejuntamiento. Porque ella salía de una relación tormentosa y él era diez años mayor…”.

Pero la convivencia no era fácil en ese piso de apenas 30 metros cuadrados del barrio del Carmen, en Zaragoza. Allí se instalaron hace unos ocho meses, según encajan las fechas entre la familia y los vecinos. “Yo les oía vocear a altas horas de la madrugada. A ella la llamaban de todo menos Dulce”, apunta un vecino que vive pared con pared, bajando la voz para reconocer que aun así nunca llamó a la policía por temor a meterse en problemas mayores. “Tampoco imaginé que estaba secuestrada”, añade.

Así fue el encierro

A Dulce la encontraron los agentes que, este sábado, alertados por las constantes llamadas recibidas desde el 38 de la calle Linares lograron entrar en la vivienda, tras llamadas reiteradas al timbre. Al otro lado, una mujer que decía estar sola, les franqueó el paso sin impedimentos. Pero según consta en diligencias, durante la inspección observaron una escalera angosta que daba acceso a una buhardilla “de poca altura y poca luminosidad”, en la que hallaron a la joven junto al que de inmediato ella misma señaló como su secuestrador.

Encerrada durante un mes, golpeada, sin apenas comida ni bebida, orinándose encima, atada con bridas a la cama de pies y manos, con su larga melena cortada a tijeretazos… Así fue hilando Dulce en ese mismo instante, ante su captor y ante sus rescatadores, cómo había sido el cautiverio al que la habían tenido sometida entre su pareja y su suegra. “Encima a unos 40 grados…”, recalcan los vecinos. “Quizás forzada sexualmente…”, deja entrever la familia: “Es un tabú ahora mismo. En casa, apenas la preguntamos. Creemos que no recuerda ni un 30 por ciento de lo que ha pasado ahí dentro porque incluso la drogaban con ansiolíticos”.

Unos y otros se estremecen al pensar cómo no fueron conscientes de nada día tras día, semana tras semana, hasta completar el mes. Que no les resultase llamativo que una joven de 19 años estuviera de repente aislada de todo y de todos, que no pisara la calle o que estuviera incomunicada, sin dar siquiera señales a través del teléfono. Que se la hubiera tragado la tierra, aunque creyesen saber dónde encontrarla.

“Lo peor es que si no fuera porque se estaba muriendo mi abuela quizás seguiría allí”, reconoce exhausto Miguel, al que todavía le cuesta asumir las dos realidades que asolaron a su familia este sábado: “Mientras a mi hermana la atendían en urgencias al sacarla del secuestro, a mi abuela la despedíamos en la UVI. Pero fue el empeño de ver a su nieta lo que me llevó esa mañana a la puerta de la casa de los horrores”. Y así se recuerda, timbrando y exigiendo a gritos que quería ver a su hermana, rompiendo impotente el cristal de una ventana. La suya fue también una de las llamadas que recibió la Policía. La suya fue también una de las primeras sonrisas que vio Dulce al abandonar al fin su cautiverio.

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