¿Que cómo se ligaba antes de la era de las aplicaciones? Con torería, valor y haciendo frente a la situación. Esta lección magistral nos la sirvió Gabinete Caligari incluyendo permiso para rozar la desvergüenza. A fin de cuentas, la culpa era siempre del cha cha chá. O del ron. La famosa banda de rock de la movida madrileña insistió en ello: “No hay como el calor del amor en un bar”. ¿Por qué no regresa con un remake que nos anime a flirtear de nuevo en la barra del bar, paseando al perro o buscando cualquier novedad literaria en la librería? ¡Que vuelvan esos tiempos del cuerpo a cuerpo y cara a cara! ¡Que vuelva eso de echarle torería y valor!
Desde que irrumpieron las plataformas de búsqueda de pareja, la historia cambió para siempre. Perdidos en el anonimato, hasta los tímidos dejaron de existir. Todo el mundo se desinhibe, cuenta su deliciosa vida o llora un mar de lágrimas a un amante virtual que finalmente no es quien dijo ser o quien creímos que había dicho ser. Porque lo peor es que en este mercadeo humano que son las redes y aplicaciones mandan las apariencias y sus usuarios le han tomado el gusto a eso de autocosificarse. No queda nadie sin una vida apetecible o sin un físico de infarto. Todos han entendido que deben reconstruir su imagen hasta adaptarla, lógicamente, a los estándares de belleza del momento. Pero es muy difícil ser reconocido por lo que realmente uno es.
Es cierto que ligar por las redes sociales o las aplicaciones libera mucha presión, pero también genera falsas expectativas que acaban acumulando frustración y un sentimiento de soledad muy intenso. El amor virtual nos permite una búsqueda a la carta según nuestras necesidades, gustos o preferencias. Nos encontramos una exhibición, casi inagotable, de cuerpos sexualmente deseables. Y lo que no se corresponde con ese perfil se desecha de inmediato. Máximo beneficio por el mínimo coste, la trampa perfecta de muchos embaucadores. Y cuantas más decepciones, más vulnerables nos volvemos.
“¿Cuántas ranas hay que besar hasta encontrar al príncipe azul?” La psicóloga Ana Castro Liz titula con este interrogante uno de sus libros y lo traslada a su propio espacio de encuentros presenciales que organiza en su tierra natal, Lugo, siguiendo un formato muy similar al programa de citas “First Dates”, en Cuatro. Obviamente, no se trata demonizar una forma de conquistar el amor tan común en esta época, sino de reclamar espacio a lo de siempre, a eso que funciona, unas veces sí y otras no, desde que existe el ser humano: el tacto con tacto. Empezaremos cambiando la idea de conquista por seducción. Conquista es un término que, al menos de forma subliminal, lleva implícito el deseo de dominio de una persona para satisfacer nuestro ideal de amor o necesidad de sexo. La seducción habla más de cortejo e intercambio erótico encantador, aunque no seamos especialmente hábiles.
Castro confía en que aún estamos a tiempo de rescatar esa habilidad humana tan divertida y estimulante que es la seducción. Implica cerebro y cuerpo, además de esa primera impresión real que nos permite decidir si merece la pena iniciar una conversación o dar un paso más. El cribado aquí es inmediato porque el cara a cara aporta datos muy valiosos y reales, algo muy difícil de conseguir a través de un perfil virtual por muy bien posicionado que esté.
La atracción exige la espontaneidad del momento. No hay algoritmo que valga ni nada que pueda forzarse. Se basa en una conexión natural, irrepetible y difícilmente descriptible. Surge en ese primer golpe de vista, sin que necesariamente sea el germen de nada, pero nos encanta creer en ello y nos permite soñar.
Es un tema muy interesante para la ciencia. La célebre antropóloga Helen Fisher, que ha dedicado su vida al comportamiento humano, estudió la actividad cerebral de los enamorados mediante resonancia magnética y observó que ese amor a primera vista es algo que puede activarse instintivamente en un primer encuentro. Es una reacción química en la que intervienen sustancias como la dopamina y la serotonina. Muy placentera, más aún si el cerebro percibe que la sensación es mutua. No lo confundamos con amor verdadero. Esto es algo que requiere fuego lento. Al menos 17 meses, dice Fisher.
Hablamos de atracción sexual o pasional o ilusión positiva. Un golpe de vista en el bar, el supermercado, la oficina o el gimnasio es más que suficiente para decidir de inmediato si quien tenemos enfrente nos puede gustar o no. Lo sabe el cerebro y no necesita más que unas décimas de segundo. Puede ocurrir incluso en un semáforo en rojo. Llueve, solo uno lleva paraguas y encima huele bien, comparten unos monosílabos… Un día después, a la misma hora y el mismo semáforo que Cupido dispara para dejarlo eternamente en rojo pasión. Quince meses después siguen juntos.
Son cosas que solo pasan en el mundo real. El cerebro tiene grabada una especie de chuleta inconsciente con su lista de deseos y nada tiene que ver con esa otra región cerebral que decide y planifica de modo más sensato. La ciencia lo tiene claro. Otra cosa es llevarlo a la práctica. ¿Quién rompe el hielo? La manida frase de estudias o trabajas se ha quedado viejuna. Tampoco podemos ir pidiendo fuego cuando ni siquiera fumamos. Internet está lleno de páginas con frases para ligar con tiento y una pizca de gracia. Ni agresivas ni cursis. Pero si hay interés mutuo, sobran esas frases hechas con las que se corre el riesgo lógico de que se nos invite a la retirada. Y si la otra persona no pone de su parte, más vale no insistir y prevenir un no en toda la cara. Habrá que asumir la derrota y esperar a tener un mejor día.
En El arte de la seducción, Robert Green deja claro que seducir no es embaucar, o engañar a alguien, sino mostrar tu mejor cara. Para eso, aconseja, antes de nada, ganar confianza en una misma para mostrarse de una manera honesta y empática, conectando con esa otra persona dominando el arte de la escucha activa, el lenguaje corporal y el humor. Este último suele ser infalible para liberar tensiones mientras se calculan las posibilidades. Contrariamente a lo que podamos pensar, suele ser la mujer quien inicia el cortejo. Es algo ancestral que sucede en todas las culturas. Suele empezar con una sonrisa, un destello de cejas o una leve inclinación de cabeza, si bien es la mirada quien enviará el mensaje definitivo para si esa persona que a quien se dirige es de su interés. Solo el tiempo dirá si sale sapo o rana.