En el día en que la AEMET vuelve a elevar la alerta por lluvias e inundaciones al traumático color rojo, Artículo14 regresa al lugar donde comenzó todo. Paiporta es el municipio conocido como zona cero: sólo en esta localidad de la comarca de l’Horta Sud en la que viven 25.300 se cree que han fallecido 60 personas, aunque los desaparecidos podrían hacer que la cifra aumentase.
Allí, cerca de la “redonda” donde algunos vecinos increparon a Pedro Sánchez y a los Reyes el 3 de noviembre, una mujer pasea a su perro con los zuecos llenos de barro. Chispea, aunque se esperan lluvias torrenciales esa misma tarde, y ella lleva una mascarilla quirúrgica, un poco de papel higiénico bajo el brazo y se molesta en recoger los excrementos de su perro a pesar de que a su alrededor sólo hay barro, basura amontonada, cepillos enfangados abandonados en la acera y capazos de plástico que contienen la nueva forma de cemento: el lodo solidificado.
“¿Necesitas algo?”, pregunta mientras examinamos un colegio cerrado con cientos de mensajes de apoyo y de instrucciones de salud pública. El Colegio Ausiàs March funciona como punto especial de atención sanitaria y de avituallamiento y ayuda para la población. “El de mi nieto, el Colegio de l’Horta, directamente lo van a derruir”, explica. Una de las mayores fuentes de controversia en Paiporta ha sido el motivo detrás de la decisión de no suspender las clases en los colegios, mientras que se cerraban parques y polideportivos. “Si se hubieran suspendido las clases, se habrían salvado muchas vidas”.
María José Serrano, conocida como Pepa en el vecindario, lleva toda la vida en el municipio situado entre Benetúser y Picaña atravesado por la Rambla del Poyo. “Esta es mi vida. Esto que veis”, gesticula con una bolsa de basura en la mano. “Yo conseguí salvar mi vida, pero tantos otros no… Digo la verdad”. Pepa se encontraba en su casa, en la planta baja en la calle Valencia, cuando su hija Isabel le dijo que iba a sacar el coche porque avisaban que había lluvias. Ella, como tantos valencianos, trató de salvar no sólo una de sus posesiones más preciosas, sino la que le permite desplazarse, ir a trabajar o a las citas médicas. “Cuando la vi moviendo el coche, bajaron unos vecinos corriendo desde el barranco diciendo que se estaba empezando a desbordar. La rotonda ya estaba atascada, así que dejó el coche allí, y yo fui a ver a mi vecina”.
Gritos en la oscuridad
De repente, el agua les llegó al cuello. Pepa se vio a la deriva, sin poder avanzar, pensando en su perro y en su nieto, Leo, que tiene Asperger. Trataba de cruzar la calle Valencia cuando la corriente la arrolló en cuestión de segundos. “Entonces una chica grande me agarró, y yo llevaba a mi perro tirando de la correa (de hecho ha estado enfermo, quizá por tragar agua sucia): si no nos hubiera salvado, el parking del supermercado nos habría tragado”. Pepa se muestra horrorizada al recordar aquellos minutos angustiosos. Había perdido de vista a su hija, pero unos vecinos la ayudaron a entrar en su finca, y en el patio se resguardaron también otras tres personas. “Nada más entrar me resbalé y caí al agua; estaba ‘chopada’ (empapada) pero me ayudaron a subir al primer piso. Allí nos juntamos más de 30 desconocidos salvados de la corriente”.
“Pasamos la noche allí, ‘chopados’, apelotonados en esa casa. Escuchábamos a la gente llorando y gritando, pidiendo ayuda. Iban pasando y la gente gritaba ‘¡socorro!’. Todavía escucho sus gritos de auxilio…”, relata Pepa con lágrimas en los ojos. Ella se empeña en dejar una cosa clara: todos eran uno, sin importar la raza o la religión. De hecho, fue un matrimonio chino el que los acogió a todos. “Yo estaba muy preocupada por mi hija y por mi nieto. Cuando empezó a bajar el agua, todos intentaron salir para volver a su casa o contactar con sus seres queridos. El supermercado estaba lleno de cadáveres y todos pasamos una noche muy angustiosa pensando en cómo estarían nuestras familias”.
Cuando Pepa logró bajar al patio, el agua se había convertido en lodo. A sus casi 73 años caminaba con cuidado, pero muy preocupada también por su madre, de 98, y su hermana, de 72, aunque ninguna vivía en un bajo como ella. “Cuando por fin me reencontré con mi hija Isabel, nos echamos a llorar. Mis dos hijas pensaban que estaba muerta, porque no había podido contactar con ellas. Pero una de las chicas jóvenes me ayudó a llegar hasta su casa con la linterna del móvil, porque todavía era de noche. Había un silencio sepulcral; un silencio de muerto, un silencio de muerte”.
La suerte que tuvo Pepa es que un coche se había atravesado en mitad de su calle y había impedido que el resto de desechos entraron en la casa: “Eso sí, había metro y medio de barro y dentro del coche un cadáver. ¡Es que la gente salió a por sus coches! Cuando yo salí estaba la Policía pidiendo a los vecinos que dejaran de sacar los coches a la calle, que se estaba atascando todo. El problema es que no hubo avisos…”. Esta vecina ha tardado dos semanas en volver a su casa; no podía soportar la impresión de verla destruida ni la imagen de aquel fatídico conductor atravesado en su puerta.
Ahora, enfrentan un nuevo miedo: cada vez que cae una gota de lluvia, el terror les paraliza. “De la calle Valencia, del supermercado Hiperber, sacaron unos cuantos cadáveres. Algunos se habían quedado atrapados en el ascensor, pero la mayoría en el parking. Yo vi cómo bajaban las camillas y cuatro furgones, y en seguida la Guardia Civil tiró unas lonas verdes para taparlos”, relata con horror. Un vecino de su finca falleció en la inundación; el resto eran trabajadores de los comercios. “Ahora viene otra DANA, pero no estamos preparados para esto”. En realidad, Pepa, nadie lo está.