TESTIMONIO

“Una monja le dijo a mi padre que mi hermana había muerto y le mandó callar”

Cristina Serrano cuenta a Artículo14 cómo sigue buscando Justicia: “Es difícil entender lo doloroso que es que roben a tu hermana. Te preguntas cómo el ser humano es capaz de tanta maldad”

“Estoy buscando un poco de Justicia”. Cristina Serrano sospecha que el régimen franquista falseó la muerte de su hermana para entregarla a otra familia, una afín a la dictadura. Pero, durante su investigación, ha descubierto que podrían ser hasta cinco los bebés que habrían hecho “desaparecer” a su madre. Hace doce años inició la búsqueda de su hermana mayor, que hoy rondaría los 70. Asegura que, ni en el Hospital de Santa Cristina (Madrid), ni en ningún otro centro de la capital, existen registros sobre la pequeña, aunque allí fue donde dio a luz su madre, Josefa, en diciembre de 1956. Apenas saben que la niña pesó algo más de cuatro kilos. La versión que les dieron entonces es que había fallecido 10 minutos después del parto. “Les dijeron que había muerto porque era muy grande”.

Jamás han sabido dónde yacería enterrada. Josefa, ya fallecida, nunca pudo tocarla. Ni siquiera pudo verla. El padre de Cristina, Miguel, insistió en ver su cuerpo, y una de las monjas del centro llegó a amenazarlo. “Entré y me echaron. Llega una monja y dice que, o me callo, o me echan”. Rememora el gesto que le dedicó la religiosa a su padre: “Se llevó los dedos a los labios, exigiendo silencio”. “‘Tú te callas’, le dijo a mi madre”. “En aquella época tenían un poder tremendo”, abunda.

Finalmente, el padre de Cristina y su abuela lograron ver el cuerpo de una pequeña, una niña de cabello rubio, muy rizado. Reposaba sobre una mesa de acero inoxidable. “Era enorme, parecía que tenía dos años. Esa niña pesaba más de cuatro kilos, ¿cómo no se va a morir?”, le comentó su padre. En su cabeza no concebía la existencia de “tanta maldad”. Nunca acabó de creerse que alguien pudiera arrebatar a una neonata de los brazos de sus padres para entregársela a otra familia. “Le pregunté: ‘¿Puede ser que te lo quitaran por tus ideas de comunista, de ateo?’”.  Él y su madre habían “normalizado” el hecho de no tener ni una tumba en la que llorar a su pequeña. “Dijo el hospital que se encargaba de todo, la frase famosa”, rememora Cristina. Josefa no hablaba de ello, y murió antes de que su hija se pusiera sobre la pista de su hermana. Miguel llegó a tener dudas sobre la versión oficial, pero falleció en una residencia, en plena pandemia de Covid-19. Su hija decidió seguir buscando respuestas.

“He ido coleccionando recuerdos, yo no tenía nada”, afirma. Josefa vio a su padre, el abuelo de Cristina, encarcelado tras un juicio sumarísimo. Su cuñado fue ejecutado. Algo antes del arranque de la Guerra Civil contrajo matrimonio por lo civil, y su marido se alistó en el ejército republicano. Fue arrestado, condenado y fusilado. Cristina tiene su certificado de nacimiento, pero no el de su defunción. E.G.S. eran sus siglas. Sabe que fue enterrado en Asturias.

El rastro de otros tres bebés

Nacida en Madrid en 1961, trabajadora de Adif desde 1982, Cristina pertenece a la asociación ‘Todos los niños robados son también mis niños’. Ella tampoco había albergado dudas sobre la versión oficial de la muerte de su hermana hasta 2012. De casualidad, haciendo ‘zapping’ en la televisión, conoció una serie de reportajes publicados por María Antonia Iglesias y Germán Gallego en la revista Interviú en los 80. Investigaban sobre las adopciones irregulares en la Clínica San Ramón, y sobre los horrores que allí se registraron. Aún recuerda la respuesta de Iglesias en ese programa de televisión, cuando le preguntaron por qué unas revelaciones de ese calado no habían tenido más repercusión: “Si le dan bombo, la gente se interesa”. El interrogante se materializa en su mente. “¿Y si mi hermana fuera uno de estos casos?”.

La búsqueda de su rastro ha sido ardua. “Nadie se acordaba de nada. Todos los hospitales decían que no habían asistido a mi madre”. Con la ayuda de un abogado, reclamó oficialmente los documentos. Cinco o seis semanas después, recibió la llamada del hospital. Le dieron fecha y hora para consultar los documentos que habían logrado recabar. Y le previnieron: “A lo mejor vamos a darte una noticia”. Le entregaron una fotocopia de un documento con información sobre su madre, un A3 doblado que aún conserva. En la carátula delantera del informe estaba, manuscrita, la bomba: su madre tuvo otros cuatro hijos; un niño en 1936; una niña en 1938 y gemelos en el 1940. No hay más rastro de ellos. Cree que nacieron en un domicilio, por lo que es aún más difícil tener más datos. No sabe si los niños murieron en la guerra, ni si viven a día de hoy. Su madre nunca le dijo una palabra. “De buscar a una niña me encuentro con otros tres. Estuve en Asturias buscando. Es como si se hubieran esfumado”.

En un país en el que el primer juicio por un caso de ‘bebés robados’ se celebró hace apenas seis años, con el reportaje de la Clínica San Ramón como apoyo documental, Cristina judicializó su caso. El procedimiento quedó bloqueado, a la espera de que presentara los documentos originales. “Nunca me los dieron”. Está convencida de que, en muchos casos, los papeles nunca llegarán a salir a la luz: “Pueden decir que han desaparecido en inundaciones o incendios, que no los encuentran”.

Hace 7 años, su asociación redactó el texto de una proposición de ley para facilitar las búsquedas y empezar a resarcir a las familias que sufrieron estos ‘robos’. La norma acabó en vía muerta en el Congreso en dos legislaturas distintas, y volvió a aterrizar en la Cámara Baja a finales de mayo. Ni siquiera ha empezado a tramitarse, y víctimas como Cristina se desesperan. “A veces me dan ganas de decir ‘mando todo a la mierda’, porque no vamos a conseguir nada. Pero si no peleamos esto se va a perder. Somos muy poquitos, creo que no interesamos a nadie”. “Una herida se cierra cuando está cicatrizada. Si no, no se cierra nunca. Y están dejando que esto se olvide”.

“Vi cómo se llevaban corriendo a mi hijo”

Asegura que hay madres que han muerto a la espera de encontrar a sus hijos, hermanos y hermanas que han perdido la vida sin haber encontrado a sus parientes. Cristina recuerda especialmente a Adelina, que vio cómo le arrebataban a su pequeño Bruno cuando acaba de nacer. Cristina recuerda cómo le narró el episodio de la última vez que vio a su hijo: “Vi cómo se llevaban a Bruno por el pasillo, corriendo. Llevaba el jersey de topitos que le hice. Me enganché y todo”. Otra de estas madres, Praxe, llegó a protestar encadenada en una plaza, en Valencia. Su hija se llamaba Vanessa. “Siempre archivaban su caso”, recuerda.

En su asociación tienen registro de muchos más nombres: Antonio también murió antes de encontrar a su hermano, como les ocurrió a Victoria y a Charo. Y Carmen no llegó a conocer a su hermana melliza. “No podemos olvidar a ninguna de ellas, ni permitir que pase más tiempo y nos vayan dejando más compañeras y compañeros antes de que esta ley vea la luz”, defienden.

“Ojalá me regalen conocer a mi hermana”

Saber la verdad y conocer por fin a sus familiares es un motor para las víctimas. Cristina cree que se sentiría “muy nerviosa”, pero desea que llegue el día en que se lo “regalen”. Por difícil que parezca. Sus otros hermanos, los que se han criado a su lado, no participan en esta búsqueda. “Prefieren ignorarlo”. “Menudo lío”, dicen, de confirmarse que tienen otra hermana. Teme que, cuando ella falte, sus hijos no sigan indagando.

No hay cifras oficiales de cuántos niños y bebés sufrieron este destino. Las asociaciones hablan de un suelo de 30.000 presuntos casos únicamente hasta los años 50, pero temen que sean muchos, muchos más. A la problemática para acceder a los archivos, a la ausencia de un banco de ADN (como el que contempla la proposición de ley), se añade la dificultad de asumir algo así, tantos años después. “Hay mucha gente que no quiere saber, le da miedo”.

Cristina conoce a algunas víctimas que sí han localizado a sus familiares. A veces, cuando alguien sufre problemas de salud, descubre que no tiene lazos de sangre con quienes creía sus progenitores. No suelen denunciar. También le han llegado pistas de familias que han vivido la situación inversa: “Mi vecina repetía el caso de una mujer que no podía tener hijos, y que se los habían dado”. “Lo sufrían los pobres, los que no podían defenderse”, lamenta.

Piensa en su hermana a menudo; cada vez que ve un bebé, o cuando habla con amigas sobre sus familias. “Pienso, joder, yo tenía una hermana y alguien me la ha hecho desaparecer. Alguien me la ha quitado, no ha crecido conmigo”. Ya no malgasta energía con quienes no entienden lo que suponen estas ausencias para las víctimas. “Lo ven como que se les ha hecho un favor a esos niños y niñas. Los han sacado de una familia pobre que no podía pagarles los estudios, ni comprarles zapatos todos los años”. “Para alguien que no lo ha vivido, es supercostoso de entender. Te preguntas cómo el ser humano es capaz de tanta maldad”.

Ha pasado tres años en segunda fila de la lucha por aclarar lo ocurrido. Sabe que, después de recordar, vuelve el dolor. “A nivel emocional te afecta muchísimo”. Si surge, habla de ello en el trabajo, a pesar del impacto que le genera. “Mis compañeros se quedan perplejos porque esto haya pasado aquí”. Y celebra haber conocido a sus compañeros de lucha, “gente peleona, luchadora”. “Pequeños detectives” con los que ha compartido “muchos berrinches”. “Yo he construido una historia, me encantaría saber que me va a valer para algo. Pero sí, sí quiero saber”.