Su hija ahora tiene las complicaciones propias de cualquier adolescente, afrontadas desde las particularidades propias del síndrome de Down. Pero sus 14 años no les preocupan tanto como les inquietó un cambio brusco de comportamiento a sus ocho años. En cuestión de meses, no sólo estaba más nerviosa e irascible, y vomitiva, sino que volvía a orinarse encima. Los informes psicológicos posteriores alertaron del retroceso que había llegado a sufrir durante ese tiempo. Su cuerpo estaba somatizando un maltrato que era incapaz de verbalizar.
“Sois unos mierdas”, “¡espabila!, qué pesado”, “atontadito estás”, “cada día más guarro”, “está mu gorda”, “no me pongas cara de tonta que no me gusta”, “te voy a amargar la vida”. Este tipo de lindezas las escuchaban su hija y otros seis menores por boca de dos profesoras. Se lo decían directamente, pero tampoco escatimaban en sus calificativos cuando se desahogaban entre ellas: “Es que no, no, no puedo, no puedo, de verdad, es que no me sale nada, nada cariñoso con este”, decía una, a lo que la otra replicaba poco después: “No lo soporto; por eso a veces evito mirarle, porque de verdad que me descompone, y él lo sabe”.
La retahíla de vejaciones y amenazas era constante, según pudieron acreditar gracias a las grabaciones en días alternos durante dos meses, y todas se producían en el interior de un aula en la que sus padres los dejaban confiados. El impacto del descubrimiento dejó huella. De entrada, porque confiesan que no esperaban encontrar un maltrato así. A la mayoría de los menores del centro de educación especial, aunque la Fundación Gil Gayarre, a la que pertenece asegura que tomó cartas en el asunto, aunque no les hizo falta apartar a las implicadas porque una se dio de baja y otra solicitó el traslado de zona. Pero lo cierto es que no hubo vigilancia ni detección previa, y en caso de condena deberá hacerse cargo como responsable civil subsidiaria.
Sin la pericia de los padres no habría caso. Y lo hicieron como pudieron, cual detectives. Para las acusadas, ilegalmente. Ellos sienten en cambio que no les quedaba otra: sabían que algo pasaba en el aula y buscaron la manera de enterarse sin levantar sospechas.
¿Quién iba a sospechar de un peluche?
Un peluche gris, de felpa y con capacidad para camuflar una grabadora. Era el caballo de Troya perfecto, aparentemente inocuo, que introdujeron colgado de la mochila de su hija. Las profesoras hicieron el resto al actuar como un día cualquiera: “No se puede ser tan inútil. Lo que hace es el gilipollas. ¿A que sí? ¿Te haces el tonto del culo? Pues más tonta del culo voy a ser yo contigo. ¡Te voy a amargar la vida!”, les increpaban.
Ellas alegan que fueron víctimas de una trampa, y posterior manipulación. Sienten que se las grabó de forma “subrepticia”, pues desconocían la existencia del aparato, y aseguran que se han seleccionado ex profeso fragmentos de los audios grabados que no se ajustan a la realidad de sus intervenciones. Valga esta interacción como ejemplo, que los padres escucharon estupefactos:
- Niño: “Me duele.”
- Profesora: “¿Qué?”
- Niño: “Me duele.”
- Profesora: “¿Qué te duele?”
- Niño: “Aquí”
- Profesora: “No te duele nada, te duele las tonterías que tienes en la cabeza, eso es lo que te duele. No te voy a llevar al médico si es lo que pretendes.”
Por ahora, ninguna ha pedido perdón. Ni titular ni auxiliar se pusieron en contacto con los padres una vez fueron apartadas. Tampoco se han pronunciado en ese sentido en el juzgado de lo penal 1 de Madrid donde estos días se sientan en el banquillo ante siete familias a las que hace seis años les dio un vuelco la vida. Aún hoy, se les rompe la voz al recordar lo vivido. El proceso ha sido largo, pero cuentan también con el aval policial de sus pruebas sonoras.
La Policía escuchó horas de grabación y transcribió frases y conversaciones concretas, y reflejó en su informe el hecho de que las profesoras “en algunos de los casos se dirigen a los interlocutores con gritos”. Al igual que la Sección de Acústica Forense acreditó que no había indicios de alteraciones o borrados en los audios. Ahora será el juez quien resuelva sobre la idoneidad de la prueba, si prima el método empleado sobre la supuesta vulnerabilidad de las acusadas. En caso de que acepte el peluche-grabadora, se enfrentan a cuatro años de prisión. Esta semana quedará visto para sentencia.