En una iniciativa ejemplar y necesaria, los Reyes acudieron este domingo al escenario de la desolación. Una decisión audaz, arriesgada, que ofreció la verdadera imagen del Estado, hasta ahora hurtada a la sociedad por la actitud de un Gobierno central remiso a ejercer plenamente su responsabilidad y un Ejecutivo regional desbordado por las dimensiones de la catástrofe.
El recorrido de los Reyes por las calles de Paiporta, la ‘zona Cero’ del cataclismo, resultó erizado de insultos, agresiones y reproches, algo injustificable pero, en alguna medida, entendible por parte de unos ciudadanos que, en un par de horas, lo han perdido todo. Familias destrozadas, negocios arrasados, viviendas devastadas, pueblos engullidos por toneladas de lodo con un horizonte en el que tan sólo se divisa angustia y sufrimiento.
El estallido social se veía venir. Si los políticos no abandonan la confrontación España entrará en colapso. Sánchez debe dejar de gobernar en contra de la mitad de los españoles y Feijóo primar una oposición responsable. Está asentándose en la confrontación un ciudadano apolítico que pone en peligro la democracia. Pasó en Estados Unidos, en Europa y ahora en España. La catástrofe puede ser la mecha.
Podrá esgrimirse ahora, como ya se está escuchando, que esta decisión de la Zarzuela resultó inadecuada, fuera de lugar, mal preparada, peor organizada, con una despliegue de seguridad torpe y un resultado erizado de incidentes. Eso trasciende incluso de los despachos más importantes de La Moncloa. Es posible que las cosas pudieran hacerse mejor pero, también, es evidente que los Reyes tenían que estar ahí, en el infierno valenciano, el lugar en el que tantas miles de personas han sufrido la peor catástrofe de su historia sin recibir durante días que se hicieron eternos, la más mínima ayuda, y menos aún el consuelo, de las autoridades, de ese Estado que los abandonó a su suerte, que no ha sabido estar a la altura de lo que las tremendas circunstancias reclamaban.
Desprotegidos, huérfanos, olvidados, cientos de personas han deambulado estas espantosas jornadas tras el rastro del familiar perdido, de un poco de comida, de algo de leche para el bebé, de una manta seca para el anciano, como zombies desnortados, una procesión de sonámbulos acribillados por los pillajes, asaltados por los bandidos, sin una autoridad cercana, sin un uniforme al que pedir socorro, sin un sanitario al que recurrir, sin nadie que los cobijara.
Estalló la rabia durante la visita, algo tan previsible como reprochable, con algunos pasajes de agresividad desmedida, que obligó al presidente del Gobierno a buscar refugio en su automóvil y huir despavorido del escenario hostil. No logró Pedro Sánchez estar a la altura de las circunstancias. Obedeció el protocolo de seguridad, dicen en su equipo.
Los Reyes, bajo el lodo y el griterío, entre lágrimas y abrazos, permanecieron en el lugar, atentos a los desgarradores lamentos de los vecinos, solidarios con el llanto de las víctimas, recibiendo quejas, atendiendo historias desesperadas, peticiones elementales, desgranando explicaciones imposibles, justificaciones inatendibles. Su presencia allí, con su firmeza y su ternura, ha sido la primera muestra palpable de que el Estado, tantos días ausente, tantos días ignoto, al fin existe. El Estado, en estas largas horas de aflicción y desamparo, ha sido la Corona.
Los políticos se han desenvuelto entre la ineptitud y el desprecio, entre la inoperancia y el desdén. Felipe VI, además de Rey, también es Jefe del Estado, algo que no siempre se recuerda o que no siempre se tiene presente. Dio la cara en los episodios del independentismo catalán en 2017, con un discurso memorable que frenó la revuelta. Y la ha dado ahora, en circunstancias bien distintas pero también de enorme gravedad.
Cuando los políticos, cuando el Gobierno se muestra incapaz de hacer frente a sus responsabilidades, es imprescindible saber que el Rey está ahí, que no se esconde, que no se parapeta tras sus escoltas, que aparta el paraguas de protección cuando llueven tomates y que se detiene a cada paso para prestar atención a las tremendas historias de quienes se le acercaban.
Los espíritus más melindrosos lamentaban esas escenas, se desgarraban las vestiduras ante la valiente osadía de los Reyes, ante la fortaleza de la Reina, que no lograba contener las lágrimas pero que se desvivió en caricias y mensajes de aliento a los desesperados que se le acercaban. Doña Letizia ha dado a la Corona alma y empatía.
Los ortodoxos del protocolo ortodoxia clamaban porque este domingo se puso en juego la integridad física de los Reyes y, por lo tanto, la estabilidad de la Corona. Es posible, pero también es cierto que Felipe VI sabe a la perfección dónde está su sitio, cuál es su responsabilidad, cuáles son sus responsabilidades y dónde tiene que estar.
Estos días tan terribles, con la gente y en el lodo. No dudó el Monarca, ni por un instante, en mantener su compromiso en el valle del dolor para, cara a a cara, a centímetros de los que lo han perdido todo, recordarles con su sola presencia que cuando tantas instituciones del Estado les fallaron, la Corona va a estar ahí. “No estáis solos”, dijo a los ciudadanos de Cataluña cuando la asonada del 17. “No estáis solos” ha venido a recordarles a los valencianos en estos momentos de abatimiento y desolación.