Diana (nombre ficticio) lleva días sin pegar ojo, pese a estar por fin de vuelta en casa. Nerviosa, sabe que a partir de ahora necesitará ayuda psicológica y que tendrá que volver a recordar hechos que ni siquiera ha sido capaz de contarle con detalle a su madre, pese a ser parte crucial en una investigación en curso, Y así, una y otra, madre e hija han encajado piezas y rellenado silencios. Ninguna imaginaba que los hechos se sucederían tan vertiginosamente y que su historia llegaría incluso a provocar las lágrimas de una jueza de instrucción, la del número 2 de Calatayud.
Tampoco podían prever que todo saltaría por los aires tan rápido, teniendo en cuenta los más de tres años que Diana ha estado ingresada en el centro de menores de Ateca, en Zaragoza, sin que hallase la manera de frenar lo que ocurría de puertas adentro. Ahora sabemos que en el interior de esa casona de tres plantas había habitaciones que los propios trabajadores denominaban Madrid, Teruel, Huesca… Salvo porque a esta última se referían, a su vez, como la habitación del terror.
El último episodio ocurrido en ese cuarto precipitó los acontecimientos. Ocurrió a mediados de julio, durante un fin de semana en el que Diana estaba fuera de permiso por buen comportamiento. Una medida de la que se había beneficiado recientemente, de manera mensual y con la vista puesta en su salida definitiva prevista para finales de agosto, cuando alcanzase la mayoría de edad. Esa era su fecha marcada en rojo en el calendario, el momento en el que esperaba destapar lo sufrido desde noviembre de 2021, cuando su madre la ingresó siguiendo la recomendación del Instituto Aragonés de Servicios Sociales.
“Me arrepiento una y mil veces de haber pedido ayuda”, confiesa Marcela. Colombiana, llegó a España hace 22 años siendo una adolescente y aquí se casó, entró en el Ejército y lo dejó para dedicarse a sus tres hijas. Cuando temió que Diana con 15 años renunciara a estudiar y tirase por el mal camino o las malas compañías pidió asesoramiento al IAAS y allí le plantearon una solución que cambió radicalmente sus vidas. Nunca esperó el remedio fuese tan dañino. “A mí me vendieron el centro de Ateca como un centro terapéutico abierto donde mi hija seguiría yendo al instituto, podría vernos cada semana y ella iba a estar super bien. Hasta me convencieron de que les entregase su tutela porque iba a ser algo provisional. Pero nada fue así”, lamenta.
Como si viviera atrapada en el castillo de Kafka, Marcela describe estos años como una secuencia surrealista en la que se recuerda a sí misma pidiendo explicaciones de puerta en puerta: “De repente no podía visitarla o me supervisaban las llamadas y me acusaban de ser yo la causante de sus picos de ansiedad y agresividad. Me decían que Diana estaba mal por mi culpa o que exageraba al enterarme que tenía piojos o si la veía vestida como a una mendiga, como si no se ocuparan de ella”.
Aunque lo peor fueron todos los intentos de sacarla denegados, pese a que ella me lo pedía una y otra vez. O cuando me justificaban los moretones porque, me decían, se peleaba con otros chavales”. Ocurrió al año de ingresar, cuando apareció con un ojo morado y un moretón bajo el pecho. O a los dos años, que tenía de repente un diente roto. Ahora sabe que fue un educador quien se lo rompió durante una contención, según ha declarado Diana, pero que siempre calló bajo la amenaza de ser golpeada si lo contaba. “Lo único por lo que todavía no me he atrevido a preguntarle es por los abusos sexuales que les imputa la jueza”, confiesa Marcela con la voz entrecortada por el llanto.
Violada y torturados
La celeridad con la que se han desarrollado los acontecimientos se debe en gran parte a la intervención de la magistrada Aída Ramírez, que ha dado veracidad al relato de los menores. Cuenta para ello con el parte de lesiones en el que se recogen fotografías donde se aprecian marcas en el cuello, de señal de asfixia, o quemaduras de cigarrillos en brazos y piernas.
“Nos ha cogido a todos por sorpresa”, reconoce el alcalde de Ateca, el pueblo de 1.700 habitantes donde hace cinco días amanecieron con la detención de cinco trabajadores del centro de menores. “Este es un pueblo muy pequeño como para haber tenido una casa de los horrores sin saberlo”, asume Ramón Cristóbal, que como regidor desde 2015 intercedió en la venta de la finca que pasó de acoger una residencia de mayores a un centro de menores con trastornos de conducta, gestionado por la Fundación Salud y Comunidad.
“Hasta donde sé no les han pedido aún responsabilidades y yo siempre tuve las mejores referencias”. Las buscó de primera mano porque el centro nunca contó con el beneplácito general. Algunos vecinos no querían menores conflictivos en la zona. “Pero en siete años sólo ha habido un episodio violento”, recalca en referencia al tirón de bolso que propinó uno de los primeros menores acogidos y que dejó lesionada a una vecina de Ateca. “De hecho, algunos de los jóvenes han terminado integrados y trabajan en el pueblo una vez cumplida su mayoría de edad”.
Cuatro de los cinco detenidos también vivían en el pueblo. En concreto, los dos educadores y los dos auxiliares sin titulación, de entre 23 y 29 años, acusados de haber agredido sexualmente a una menor, así como de haber torturado y lesionado a varios menores residentes en el centro. En su auto, la jueza es contundente. Habla de barbarie y de extrema crueldad; de menores desamparados a los que los detenidos amilanaron haciéndoles creer que “nadie les creería” y que “no los querían ni sus familias”.
No contaban con dos madres coraje. Porque Marcela y su hija quizás no habrían vivido este giro acelerado en sus vidas de no haber contado también con el ímpetu de Karelly y la confesión de su hijo de 16 años, el último menor torturado en la habitación del terror. Al menos así consta en la investigación que está llevando a cabo la Guardia Civil, que se inicia tras la denuncia interpuesta por Karelly el pasado 21 de julio a raíz de una videollamada en la que su hijo apareció golpeado y demacrado. Cuando los agentes le tomaron declaración, aún tenía el ojo y el cuello amoratados, la barbilla raspada y la espalda marcada.
“Realmente, llegué a temer por mi vida”, declaró el joven, que está convencido de que lo grabaron mientras le golpeaban durante las llamadas contenciones: “No sé cuántas me hicieron. Pero continuaron durante toda la tarde, parando solo para fumar”. Le negaron el agua y la comida, le escupieron, le metieron un calcetín en la boca… Según su relato, llegó a defecarse encima. “Tienes 30 segundos para limpiarte”, le dijeron tras tirarle unos trozos de papel. “Para ti soy tu señor y tú eres mi putita”, le espetó uno de ellos tras un bofetón.
“Esto es poco para lo que te va a pasar”, le susurró en un momento dado al oído. Siempre a puerta cerrada, bajo llave y con una sábana tapando la única ventana entre esas cuatro paredes.
Y sin embargo, el director del centro estaba al tanto de todo. Al menos así lo refleja la jueza en el auto en el que ordena su ingreso en prisión, junto al resto de investigados, por entender que intentó encubrir este último episodio violento pidiendo a un enfermero que redactase un informe falso sobre el estado del menor. También ha declarado la psicóloga del centro y en las próximas semanas podrían declarar tanto extrabajadores como el anterior director, que estuvo al frente desde la apertura en 2017 hasta hace tres meses.
¿Víctimas a la fuga?
Igualmente se espera un goteo de nuevas víctimas. Las propias Marcela y Karelly están recopilando pruebas y testimonios, y cuentan con un chat grupal en el hay menores, trabajadores y hasta padres. Para ellas, recuperar la tutela de sus hijos ha sido toda una victoria y lamentan que no todos los jóvenes hayan tenido ese apoyo al abandonar el centro. Por eso confían en que ahora se atrevan a contar lo vivido. Además del menor de 16 años y de la propia Diana, han declarado otras tres menores y un joven de 19 años que hace seis meses se instaló en el pueblo para seguir de cerca lo que ocurría allí dentro donde estuvo también un año.
De las 28 plazas disponibles para acoger a menores con trastorno de conducta, la jueza ha pedido que se localice a nueve menores que constaban como fugados, por si fueran víctimas o testigos de esos los abusos y agresiones que se investigan, o por si huyeron del centro por ese motivo.
En estos cinco días pasados desde que se destapó ‘el caso Ateca’, la avalancha de reacciones ha sido imparable: se ha abierto una inspección de oficio por parte de la Defensora del Pueblo de Aragón, se han remitido quejas sindicales de 2019 sobre la falta de control del personal contratado, la Fiscalía de Menores ha revisado expedientes abiertos por maltrato desde 2018 y se han anunciado numerosas personaciones en la causa, desde el Colegio de Educadoras y Educadores Sociales de Aragón hasta la Asociación Defensa Integral Víctimas Especializada.
Una respuesta de tal magnitud que Marcela, Karelly y sus dos hijos aún están digiriendo como pueden. Por ahora se aferran a ese guardia civil que las calificó de leonas, a la fiscal que contuvo el aliento durante las declaraciones y a la jueza que al salir del juzgado soltó un “tu hija es una valiente”, sin saber realmente si algún día podrán volver a confiar en el sistema.