Crimen de Nagore

“Quiero que el asesino de mi hija me pida perdón”

16 años después de matarla la noche de San Fermín, y una vez cumplida su condena, José Diego Yllanes ejerce como psicólogo

Asun Casasola dormía la siesta cuando un timbrazo la espabiló. Al mirar por la mirilla, creyó que se trataba de testigos de Jehová y no abrió. Minutos después sonó el teléfono y supo que eran policías, que la buscaban para personarse en comisaría. “Y allí, según escuché lo que me decían, que habían encontrado a Nagore muerta y había un detenido, empecé a gritar. Fue una locura que tardé mucho en asumir. Me recuerdo contándoselo a la gente, esperando que me dijeran que yo estaba equivocada, que mi hija seguía viva”. Nadie pudo darle tal consuelo.

Nagore Laffage fue asesinada por José Diego Yllanes la noche del 7 de julio de 2016 en el piso que él tenía en Pamplona. 27 años él, 20 ella; su único nexo era la Clínica de Navarra, donde él ejercía como médico residente de psiquiatría y ella realizaba prácticas de enfermería. No hubo cita ni relación previa cuando sus caminos se cruzaron en el bullicio de la fiesta, horas después del chupinazo. Como se ve en las cámaras de seguridad que se aportaron a la causa, ambos se fueron juntos, agarrados por el brazo y la cintura. Es la última imagen de Nagore con vida, alejándose en compañía de su futuro asesino.

Una única versión y una condena rebajada

De lo que ocurrió en el interior de la vivienda solo hay una versión, y no es la de Nagore. Ella apenas pudo susurrar un “me va a matar, me va a matar” en la llamada que logró hacer al 112 desde el teléfono de Diego. “Fíjate lo peleona que era mi hija, que aun estando moribunda y con la mandíbula rota, y el cráneo prácticamente también, consiguió pedir auxilio. Estoy convencida de que hizo lo imposible por salir de esa casa”, recalca Asun.

El forense contó hasta 36 lesiones, la mayoría de ellas en la cabeza, cara y cuello, aunque la joven murió estrangulada. Después, intentó descuartizarla —solo le seccionó un dedo— y optó por envolver el cadáver con bolsas de basura y cinta aislante para poder transportarlo mejor. En el paraje boscoso de Olondriz donde lo ocultó, a 40 kilómetros de su casa, hallaron la documentación, los anillos, pulseras y hasta la goma de pelo de la joven. Su objetivo era borrar todo rastro de Nagore. Y buscó cómplices para ello. Pero el amigo al que recurrió, lo delató; y sus propios padres alertaron a la Policía para que lo detuvieran. “Desconozco si esto último fue así o es lo que cuentan ellos”… —desliza Asun al recordar el encuentro con la familia de Yllanes justo antes del juicio: “Cuando su madre se me acercó en aquella sala le solté sin más que ‘por mí tenía un cero’, porque hasta ese momento había sido incapaz de decirme cuánto sentía lo que nos había hecho su hijo”. Por toda respuesta, recibió un silencio.

No hay años de prisión suficientes para reparar la pérdida de una hija asesinada. A José Diego Yllanes lo condenaron a 15 años de prisión por homicidio con agravante de superioridad, que se quedaron en 12 y medio al contemplarse como atenuante que fuera bebido y porque consignó en el juzgado 126 mil euros para indemnizar a la familia de Nagore. “Yo no quería ese dinero”, confiesa Asun. “Solo quería que no le rebajaran la condena por pagar ese precio que le fijaron por matar a mi hija. Pero he aprendido que pegarte contra lo imposible es una bobada. Yo pedía que el alcohol fuera un agravante y no un atenuante, que lo consideraran asesinato y no homicidio, que él no volviera a ejercer de médico… Y lo único que vale es que la sociedad se mueva, que proteste, que salgan a la calle como pasó con ‘La Manada’. Individualmente, no hacemos nada, ni yo, ni ninguna otra”.

Charlas terapéuticas versus preguntas incómodas

Asun Casasola cumplirá 67 años el próximo 15 de agosto y la vida que lleva no es, ni mucho menos, la que habría imaginado que tendría. El indescriptible dolor que lo paralizó todo hace 16 años aún hoy lo atenúa con pastillas para dormir y lexatines, aunque al menos sobrevive a base de reivindicar la memoria de su hija. Cuando el pasado marzo se enteró de que Yllanes había solicitado el derecho al olvido sintió pavor: “Y cómo hago yo ahora para no seguir hablando de Nagore y lo que le hizo… Menos mal que al menos en esto la justicia sí miró por las víctimas y no se lo concedió”.

Desde 2011, Asun recorre colegios dando charlas a jóvenes de entre 15 y 18 años, con lo que este año se encontró hablando ante una audiencia de chavales que ni siquiera habían nacido cuando murió su hija. Le han preguntado de todo, desde si habría preferido ser la madre del asesino a cómo ha podido aguantar sin exigir un ojo por ojo o por qué sigue hablando de ello. Para lo último, solo tiene una respuesta posible: “Hablar de Nagore es terapéutico”.

Por duras o imprevisibles que puedan resultar esas preguntas, por encima de todas siempre estará la que le hizo el jurado durante el juicio celebrado en la Audiencia de Navarra, sin que el presidente del tribunal lo considerara improcedente: “¿Su hija era ligona?… Y en ese mismo instante tuve la sensación de que, en realidad, también estaban juzgando a Nagore”. Cuando ocho años después del crimen escuchó los mismos interrogantes sobre la víctima de ‘la Manada de Pamplona’ se echó a llorar. Que finalmente entrasen en la cárcel como violadores lo encajó como si, al fin, algo hubiese cambiado.

El perdón que no llega

“Yo soy la madre de una niña a la que mataron por decir no”, reivindica Asun allá donde va. El propio Yllanes reconoció ante el juez que cuando Nagore frenó la deriva de sus besos y caricias, que cuando rechazó seguir, él perdió el control y desató su furia asesina.

Quizás por compensar la crudeza de los hechos por los que le juzgaban, en la misma sala de la Audiencia de Navarra en la que luego se sentaría ‘la Manada’, él lloró. Compungido y siempre maqueado, José Diego Yllanes mantuvo la cabeza gacha durante las nueve sesiones y un débil tono de voz al declarar. En su alegato final concluyó poniéndose “en manos del jurado y a los pies de la familia de Nagore, y nada más”, añadió.

“Pero en ningún momento nos miró a nosotros”, recuerda Asun, que no fue la única en sentirse ignorada. En aquella sala, como en la pérdida, estaban también Txomin -el padre, incapaz hasta su muerte de volver a pronunciar en voz alta el nombre de su hija-; y Javier, el hermano tres años mayor que desde entonces siempre ha asegurado que, de tener hijos, deberán ser al menos tres para que nunca se quede uno solo. “Por eso te juro, como me llamo Asun, que a mí lo que me encantaría es recibir un mensaje de Yllanes en el que me pidiese perdón”. Y nada más.