Una de las frases que más se escucha entre los millennials es: “Yo ya no quiero vivir más eventos canónicos”. Varias recesiones económicas, una pandemia mundial, las consecuencias del cambio climático (con la tormenta Filomena dejando a los madrileños incomunicados) y, ahora, un apagón supranacional. Pero sin ánimo de ser banales, y comprendiendo e informando de las consecuencias devastadoras tanto a nivel humano como económico y social de un apagón de estas características, hoy ha sido un día feliz para muchos.
Ante teorías de la conspiración que afirman que ha sido provocado, leyendas sobre “el gran apagón” y varios ataques de histeria, muchos han decidido disfrutar hoy de lo que la vida les ofrecía: un día conectados consigo mismos, con sus vecinos y con el entorno. Hace falta repetir de nuevo que esto es un privilegio absoluto: había personas atrapadas en ascensores, en aviones o en situaciones más graves; hay quienes han sufrido ataques de ansiedad, quienes no han podido aún ver a sus familiares y amigos y asegurarse de que están bien, quienes no tenían nada que llevarse a la boca. Pero este artículo no habla de ellos.
El Paseo de la Castellana de Madrid era un hervidero de gente. En la Plaza de Cibeles los semáforos, apagados, han sembrado el caos. Entre turistas que preguntaban a gritos qué sucedía y si iban a poder coger sus aviones, había personas que se paraban a hablar las unas con las otras: auténticos desconocidos unidos, una vez más, por la necesidad. Comunión y fraternidad en las calles de Madrid, entre pitidos y caras de agobio. Ramón ha decidido subir el coche a la acera a la altura de la Plaza de Colón porque era imposible avanzar, y ha realizado el mayor servicio público en ese momento: el de la información.
Lo más codiciado: la información
“Ya que no puedo avanzar y que tengo gasolina y batería en el coche, he decidido poner la radio y nos enteramos todos de lo que está pasando”. A su alrededor se acumulaban decenas de personas. En esos momentos el ciberataque era todavía la teoría ganadora, y unos les explicaban a otros qué significaba: nombres como Trump, Elon Musk, Zelenski y Bezos sonaban a menudo. En la calle Génova, Pilar decide repartir botellas de agua para quien lo necesite. Una mujer le pide a otra una compresa o un támpax, pues no cree que vaya a llegar a tiempo a su casa para cambiarse, y en un establecimiento de poke le permiten pasar al baño.
El metro está cerrado. Las carreteras, atestadas. Los autobuses van llenos y lucen los carteles de “no admite viajeros”. No hay cobertura, ni red de ningún tipo: el móvil sólo sirve para hacer fotos, pero no apetece ni eso. Apetece mirar al cielo, sonreír a los transeúntes, ayudar al que lo necesite. Sólo queda caminar… y bailar: unos obreros bromean y comienzan a jugar al pilla-pilla. A la altura de Alonso Martínez, unos chavales se han puesto sus chalecos amarillos y están intentando ayudar a organizar el tráfico. “Somos voluntarios. Simplemente nos coordinamos un poco porque esto es un caos, hasta que lleguen los guardias de tráfico”.
En Madrid hay miles de tiendas de alimentación, conocidas como “bazares”, con precios aleatorios, que dependen de la voluntad de sus propietarios, y con condiciones sanitarias cuestionables. Hoy han hecho su agosto. “¡No robar, no robar!”, gritaban en una de la calle José Abascal. El miedo a los robos en una tienda minúscula, a oscuras y atestada de gente era entendible. “Me han soplado 3 euros por una cerveza medio fría”, revela un joven cabreado, que no duda en abrirla y empezar a bebérsela. En general, sólo quedan bolsas de patatas y chucherías, pero han volado las conservas, la leche, el pan. Las bebidas se calientan en refrigerados apagados, y los propietarios de los bazares se ven obligados a mirar las caras de sus clientes en lugar de sus pantallas.
Llegando a Canal, la gente se para a hablar, se reconoce del barrio, se pregunta por los familiares. “No consigo hablar con mi madre, Luz, a ver si luego puede acercarse tu hijo a verla, que yo no puedo caminar tanto”, le dice una vecina a otra. Todo recuerda al coronavirus. En los teatros, un grupo de ensayo se pregunta qué van a hacer y si habrá función al día siguiente: “De momento nos quedamos aquí hasta que nos digan qué hacer”. Esa ha sido la dinámica en muchos puestos de trabajo: ante la duda, seguir en el puesto. Dos farmacéuticas han sacado las sillas a la puerta y se liman las uñas mientras comentan: “No sé quién va a recoger a mis hijos del colegio…”. “Yo espero que al mayor se le ocurra ir a por el pequeño y se vayan a casa. Pero yo no sé cómo voy a llegar a Móstoles hoy”.
Parques y jardines, un tesoro
Cuando la electricidad se esfumó de repente a mediodía, muchos madrileños ya estaban en la calle y vivieron el apagón de manera casi festiva. Marta, que se encontraba haciendo la compra en un supermercado de Chamberí, cuenta que al irse la luz “al principio hubo un momento de desconcierto, pero los trabajadores organizaron filas para pagar en efectivo y todo el mundo se lo tomó con calma”. “Me sorprendió la buena actitud de todos, parecía que nos habíamos puesto de acuerdo para no agobiarnos”.
En el Parque del Oeste parece que no ha pasado nada. Tras atravesar las hordas de personas que se arremolinan en los alrededores del Intercambiador de Moncloa, los jóvenes, muchos de ellos estudiantes universitarios, deciden tumbarse en el césped. Unas chicas extranjeras se pasan un balón de rugby mientras unos españoles las miran embelesados, hasta que deciden unirse al juego. Otros se deciden por el fútbol, muchos leen sus libros, casi todos pasean a sus perros, incluido el escritor Manuel Jabois. Nadie está mirando el móvil, algo que no deja de asombrar a los paseantes. Funcionan las fuentes, corren los perros, se besan los amantes, leen los estudiosos, dibujan los artistas y hacen jogging… todos, todos hacen jogging en esta ciudad.
En los parques, donde las familias aprovechan el buen tiempo, también se nota la falta de electricidad, pero no para mal. “Habíamos traído a los niños a jugar y, al no haber móviles ni música alta, todo es mucho más tranquilo”, comenta Luis, padre de dos niñas pequeñas. “Nos hemos puesto a hacer carreras improvisadas, a jugar al pañuelo… como cuando éramos críos. Es un respiro”. Algo similar vivió Irene, una joven universitaria que aprovechó el apagón para pasear en bici: “Normalmente no me animo a cruzar la ciudad en bici, pero como había menos tráfico y todo era más calmado, fue una experiencia preciosa”. Una panda de chavales empieza a jugar al escondite, pero tienen que recordarse las normas entre todos. Otros han montado un picnic y sacan una baraja de cartas.
Los españoles y sus terrazas
Al llegar al paseo del Pintor Rosales, las terrazas, aunque parezca mentira, están a rebosar. Los madrileños piden ensaladilla rusa, ensalada de tomate con ventresca, gildas y vermús, todo ello servido frío. Quizá habían pedido antes del apagón, o quizá todos lleven efectivo en el bolsillo. Lo cierto es que no deja de salir comida y bebida ni un segundo. El teleférico está detenido, pero las pendientes de césped brillante que bajan hasta Príncipe Pío están llenas de gente, alguna incluso en traje de baño, disfrutando de una tarde de sol. Nadie diría, en un lugar así, que ha sucedido algo horrible que afecta a toda España y parte de sus países vecinos.
Recuperada la conexión hemos podido saber que hoy ha sido un día grande en las terrazas de toda España, donde se han servido más cervezas y patatas que en un día corriente del año, y al volver la luz muchos han cantado y gritado. En el Templo de Debod, como es habitual, cientos de personas se arremolinan frente al “balcón de Madrid” para observar las vistas sobre la Casa de Campo, pero en esta ocasión hay algo distinto en el ambiente: hay guitarras, gente cantando y bailando, niños corriendo y hablando con sus padres, abuelos observando ese ir y venir de vida desde los bancos. “Me recuerda a las tardes del pueblo, todos correteando”, dice Joaquín, sentado de punta en blanco con otros dos amigos en un banco de la calle Ferraz. “No hemos pasado miedo porque estábamos juntos, pero a ver cómo subimos ahora las escaleras de nuestras casas”. No se arrepienten de nada.
Desde su coche, Carlos revela que ha llevado a dos personas que ha encontrado en la calle, desesperadas, a sus casas. Pilar, una joven que trabaja en la ONG Cesal, se ha acercado a pie al colegio de los niños a los que acompañan en su centro para asegurarse de que estaban bien y ofrecerse para quedarse con ellos o ponerles en contacto con sus familias. Rubén, profesor universitario, ha sido uno de los que ha sufrido “la estafa de las radios”: ha conseguido un transistor por la friolera de 15 euros, “pero necesitaba estar informado”. Un taxista recogía a gente en las inmediaciones del Hospital Clínico San Carlos y la acercaba a donde pudiera. Julia ha pasado más de dos horas en la carretera para asegurarse de que su madre, de 95 años, estaba bien, para encontrarse al llegar con su vecina cuidando de ella.
Puede que hoy no haya sido un día feliz para todos, pero sí ha sido un día memorable. Sin pantallas, sin relojes, sin automatismos, Madrid —y con ella buena parte de España— ha recuperado durante unas horas algo que creíamos olvidado: la fuerza del encuentro, la risa espontánea, la mano tendida al desconocido. Como si la oscuridad hubiera iluminado otra forma de estar en el mundo, más humana, más cercana, más real. En medio del apagón, en los parques, en las calles, en las terrazas, en los corazones de los que supieron mirar alrededor, brilló algo que no necesita electricidad para encenderse. Y que, realmente, nunca podrá apagarse.