Doce horas después del anuncio en Bruselas del acuerdo histórico que permitirá la caída de la Verja, cruzamos el paso fronterizo que separa La Línea de Gibraltar. La noticia del acuerdo aún flotaba en el aire, pero la escena, a primera vista, parecía ajena al momento político. Turistas con gafas de sol, trabajadores con prisa y vecinos que entran y salen como cada día componían un tránsito sereno, casi mecánico. Solo la presencia de cámaras y reporteros —varios en directo, con fondo de verja y paso de vehículos— recordaba que algo había cambiado.

En menos de cinco minutos estábamos ya en suelo gibraltareño. La silueta del Peñón alzándose sobre los bloques de hormigón y la gran “Union Jack” ondeando al viento lo confirmaban: aquí sigue mandando Londres. Pero lo que está en juego no es solo la bandera, sino el modo en que miles de vidas —las de quienes cruzan esta línea a diario— se verán afectadas por un tratado que aún debe escribirse, y que determinará algo tan concreto como el futuro de sus pensiones. Cada día, unas 15.000 personas cruzan desde España para trabajar en Gibraltar, y una parte importante de ellas son mujeres.
Un avión de una aerolínea low cost acaba de aterrizar y los agentes levantan las barreras con la parsimonia de quien repite el mismo protocolo cientos de veces al mes. Cruzar la pista del aeropuerto —la única en Europa que atraviesa una carretera abierta al tráfico rodado— sigue resultando insólito para quien llega por primera vez. Pero ese tramo asfaltado entre aviones y vehículos es también el último umbral. Después de cruzar la pista, lo primero que aparece es un monumento imponente que recibe al visitante con una carga histórica evidente, figuras de bronce, columnas clásicas, escudos, y una inscripción en inglés que dice “Gibraltar – Cradle of History” —“Gibraltar, cuna de la historia”—. Está justo al borde de la verja, como si quisiera dejar claro que aquí empieza otra cosa. Ya no estamos en España. Nadie se detiene a mirar. Los turistas siguen de largo, los trabajadores cruzan sin levantar la vista. La mayoría no viene a discutir historia, viene a ganarse la vida.
La ciudad emerge sin transición con el puerto como principal motor económico y que al año acoge miles de cruceristas que llegan en escalas de 24 horas. Enormes edificios de apartamentos modernos a ambos lados de las vías que llegan hasta la parte histórica, comercios libres de impuestos, cabinas telefónicas rojas que resisten como piezas de museo funcional, y policías con el característico gorro negro de los “bobbies” británicos, que patrullan con gesto amable y se dejan fotografiar por los turistas. El jueves la seguridad es más visible: se celebra el cumpleaños del rey Carlos III y la plaza principal de Gibraltar se ha engalanado para la ocasión. El gobernador presidirá los actos oficiales, que incluyen una parada militar a cargo del regimiento británico destacado en la ciudad. Todo parece ordenado y con normalidad.
La calle principal, “Main Street”, atraviesa el corazón de Gibraltar como una columna vertebral comercial. A ambos lados, una sucesión ininterrumpida de tiendas: relojerías, perfumerías, tecnología, ropa, y los clásicos comercios donde los escaparates exhiben cartones de tabaco y botellas de whisky a precios rebajados, libres de impuestos. El reclamo fiscal sigue siendo uno de los pilares del comercio local, y basta con pasear unos metros para entender que el consumo aquí también forma parte del relato del Peñón.
El tratado que debe concretar cómo se cruza la frontera, qué derechos tienen los trabajadores o cómo se gestionan los impuestos y las pensiones, aún no está firmado. El documento anunciado el 11 de junio en Bruselas evita una frontera dura y garantiza un marco de cooperación, pero el texto jurídico definitivo —el tratado que deberá ratificarse en los próximos meses— sigue pendiente. Para los trabajadores transfronterizos que cada día cruzan desde el Campo de Gibraltar, lo que está en juego no es sino el futuro de sus cotizaciones, sus pensiones y sus derechos sociales. Porque cruzar a Gibraltar puede ser cuestión de minutos. Lo difícil es saber cuánto tiempo tardará en llegar la seguridad jurídica real y que persista en el tiempo.

Las trabajadoras españolas se sienten optimistas
En un bar donde se cruzan tapas andaluzas con “fish and chips”, Belén, vecina de San Roque —otro de los municipios del Campo de Gibraltar que aporta buena parte de la mano de obra que cruza a diario— se toma un respiro entre turno y turno. Trabaja en Gibraltar desde hace tres años y no duda de que el acuerdo acabará materializándose. “Estoy segura de que va a salir adelante, porque los propios “llanitos” también lo quieren”, dice. “Yo paso todos los días, y depende del turno a veces hay más cola en la frontera. Pero cuando desaparezca ese control, todo será más fluido. Movernos libremente es lo que se busca, y eso va a ser bueno para los dos lados”.
Para Amy, gerente de un edificio de apartamentos en Gibraltar, el acuerdo político era algo largamente esperado. Lo importante, dice, es facilitar la vida a quienes trabajan con ella, y eso pasa por una frontera sin trabas ni bloqueos diplomáticos. “Aquí recibimos turistas de todo el mundo y el trato con ellos es muy directo. Las compañeras españolas que trabajan con nosotros son parte del equipo desde hace años, muchas son como de la familia”.
Cuando preguntamos si cree que este acuerdo puede tener implicaciones sobre la soberanía del Peñón, lo descarta sin dudar: “No, esto no tiene nada que ver. La soberanía de Gibraltar es de los gibraltareños, de nadie más”. Recuerda que el Brexit trajo mucha incertidumbre y que muchas empresas, especialmente del sector del juego online, decidieron marcharse. Pero insiste en que el miedo no viene solo de Europa, sino también del pasado. “Los ciudadanos de aquí tienen una rabia histórica hacia España. Lo que hizo el régimen de Franco dejó una herida muy profunda. Nos separaron del mundo, separaron familias a ambos lados de la Verja, y eso marcó el declive de toda la comarca”. Aun así, subraya, no se puede vivir anclado en el pasado: “No olvidamos lo que pasó, pero también miramos hacia adelante. Porque el futuro, nos guste o no, lo compartimos”.
Vidas entre fronteras
A la salida del paso fronterizo, cuando termina el primer turno, comienzan a salir las trabajadoras. Lo hacen sin hablar, una tras otra, algunas con el uniforme de la empresa aún puesto: supermercados, bares, servicios de limpieza. Una lleva una bolsa al hombro y consulta el móvil mientras camina. Otra se desliza en patinete eléctrico, esquivando a los que vienen de frente. Entre ellas, turistas que entran a Gibraltar con mochilas, cámaras o maletas de ruedas. Nadie se mira, nadie se detiene. Es la escena de cada día: volver a casa sin ruido, después de cruzar la verja.

Cada mañana, Jenifer atraviesa la frontera a pie desde La Línea de la Concepción. A tan solo 200 metros del control aduanero se encuentra el supermercado donde trabaja desde hace varios años. Aunque pertenece a una conocida cadena española, sus propietarios son gibraltareños. La plantilla está formada íntegramente por trabajadores españoles. “La mercancía llega en camiones desde La Línea, pero también recibimos contenedores por barco”, explica. La logística combina rutas terrestres y marítimas, un ejemplo de la interdependencia económica entre ambos lados de la frontera.
Paqui también cruza a diario. Lleva más de dos años trabajando en una panadería-pastelería al otro lado de la Verja. Para ella, la eliminación de la frontera física que propone el acuerdo político entre Reino Unido, Gibraltar y la Unión Europea sería un avance no solo para los trabajadores transfronterizos, sino también para los propios gibraltareños. “Muchos ‘llanitos’ han dejado de venir a hacer compras o a visitar a familiares porque no quieren quedarse atrapados durante horas en las colas de regreso”, cuenta. Esa situación, añade, repercute directamente en los pequeños comercios de la comarca del Campo de Gibraltar.
Sin embargo, Paqui expresa cierta inquietud sobre el impacto fiscal del nuevo marco. Actualmente declara ingresos tanto a la Hacienda gibraltareña como a la española, y aún no tiene claro cómo se armonizarán los regímenes tributarios si se afianza el espacio común. “Nadie nos ha explicado cómo se va a hacer”, lamenta.
Rocío, linense como las otras dos, lleva quince años trabajando en el Peñón. Comparte con sus compañeras de frontera una valoración positiva del ambiente laboral. “Los gibraltareños son personas agradecidas, muy respetuosas con los que venimos de fuera”, afirma. Como en muchos otros casos, sus colegas también son en su mayoría ciudadanos españoles.
Las tres coinciden en un aspecto fundamental: los salarios que perciben en Gibraltar son notablemente más altos que los que podrían obtener en empleos similares en el lado español. Por eso, confían en que el nuevo acuerdo no modifique esa realidad. Más allá de los tecnicismos diplomáticos, su principal preocupación es que el futuro no les cierre una puerta que, durante años, ha sido su vía de sustento.
El portavoz del Grupo Transfronterizo, Lorenzo Pérez, compuesto por organizaciones sindicales y empresariales de Gibraltar y del Campo de Gibraltar en la provincia de Cádiz, ha manifestado sobre el acuerdo para la relación de Gibraltar con la Unión Europea que el ministro Principal, Fabian Picardo, les informó que la “Verja” desaparecería en un máximo de seis meses. Una sensación de alivio para los trabajadores y para los empresarios. Pérez ha asegurado que el acuerdo implica una armonización fiscal lo que se verán incrementados los precios de los productos como los perfumes, el tabaco o el alcohol, pero esa subida será progresiva.
El otro lado de la “Verja”
En La Línea de la Concepción, la ciudad que más sufrió tras el cierre de la Verja ordenado por Franco en 1969, el anuncio del acuerdo genera cautela, pero también esperanza. Aunque muchos vecinos prefieren esperar a ver los detalles del tratado definitivo, no ocultan el optimismo por lo que podría suponer para el comercio local. La posibilidad de una frontera abierta invita a pensar en un mayor flujo de visitantes desde Gibraltar, y con ello, en un impulso para la economía de una comarca castigada durante décadas. Moisés, propietario de una conocida tienda de bicicletas familiar, lo resume sin rodeos: “El acuerdo es bueno, ya era hora. En La Línea estamos preparados. La ciudad ha cambiado mucho en los últimos años, y esperamos que esto sea el empujón que faltaba”.
El acuerdo no borra los desencuentros ni resuelve del todo las heridas abiertas por décadas de tensión, pero sí plantea una posibilidad concreta: que la frontera deje de ser un obstáculo para quienes cruzan cada día por trabajo, por comercio o por vínculos familiares. Si el tratado se concreta, la Verja ya no será un símbolo de separación, sino un punto de tránsito sin sobresaltos. Lo que está en juego no es solo la movilidad, sino la construcción de una convivencia basada en la rutina compartida, más allá de banderas y disputas. En el Campo de Gibraltar lo ven como una oportunidad. En el Peñón, en cambio, muchos lo dejan claro: “La soberanía será nuestra. Eso no se va a negociar”.