Hoy se cumple una semana desde que la DANA arrasara con l’Horta Sud de Valencia. Los fallecidos por el paso del temporal ascienden a 211, pero este 4 de noviembre parecía que todo volvía “a la normalidad”. Tras un puente de Todos los Santos marcado por el horror, el lunes muchos valencianos se planteaban si volver al trabajo, y en caso afirmativo, cómo hacerlo. Es el caso de José, que vive cerca del casal de la falla Maestro Serrano pero acude cada día a su puesto en el polígono de Alcudia. “No creo que nadie espere que vayamos a trabajar hoy… y si lo hacen, que esperen sentados”. En cambio, una trabajadora del centro DHL de la CV-36 trataba de hacer su reparto entre cañas de bambú y coches volcados: “La vida no se para, y nosotros no repartimos sólo a trabajadores. Hay muchas empresas que dependen de nosotros”.
Pero las carreteras amanecen atestadas de coches. “Riesgo extremo de colapso”, dijo el domingo el conseller de Infraestructuras, Vicente Martínez Mus, y así ha sido: pese a la prohibición de coger los vehículos, los atascos han colapsado tanto la V-30 como la V-31, que estuvieron prácticamente paradas buena parte del día, así como el resto de carreteras secundarios, lo que no impidió a los voluntarios coger sus palas y cepillos y hacerse, un día más, las horas necesarias hasta llegar a las pedanías más necesitadas, a pesar de que hoy se esperaba que disminuyeran en número. “¿Cómo vamos a ir a la universidad con todo lo que hay que hacer aquí?”, se pregunta Claudia, que estudia en la Universidad de Valencia y se organiza con su grupo de amigos para venir todos los días. “Eso sí, nada de coger los autobuses de la Generalitat… vaya estafa. ¡Nosotros queremos ayudar a los vecinos!”.
Si en Utiel y en Chiva la situación era catastrófica pero empezaba a estar controlada, aunque quedaran meses de trabajo por delante, la llamada “zona cero” es otra cosa. Tras intentar acceder a la parroquia Nuestra Señora de Gracia, en La Torre, donde cientos de voluntarios se organizan cada día para que a nadie le falte nada, el camino hay que hacerlo a pie atravesando Picaña. El puente que cruza hacia Paiporta no está del todo destruido (como sí lo están otros), pero carece de vallas ni barreras, y el precipicio hacia el barranco produce vértigo, aunque una vez más eso no detiene a los valientes que arrastran mochilas, carritos de la compra, bolsas y utensilios de limpieza. A los lados, el escenario que tantas veces hemos descrito: maleza acumulada, coches destrozados, balsas de agua… Lo peor continúa siendo el olor, el fango, el agua estancada y los químicos, que a veces hacen que te lloren los ojos. Hemos podido cruzar por un puente hacia Paiporta; el puente estaba prácticamente destruido (aunque era seguro), y mirar el barranco ha sido impresionante.
En la entrada de Paiporta, un camión del Ejército descarga efectivos. Hay Policía a caballo, y se ven (hoy sí) camiones de la UME dirigiéndose hacia el casco antiguo. Todo, absolutamente todo está lleno de voluntarios, sobre todo de gente joven, pero nadie discute, nadie trata de tener razón: van todos a una, como si de repente la humanidad fuera una sola. “Somos de Ribarroja de Turia, de la parroquia, y pertenecemos a diferentes colectivos. Nos organizamos por grupitos y venimos a los pueblos afectados. Hemos dejado el coche donde hemos podido y cada día acudimos a donde más falta haga: Paiporta, Picaña… Nos ponemos a disposición de los vecinos y nunca sobran manos”, explica un joven con la camiseta de voluntario de Cáritas.
Los vecinos conocen sus calles, aunque estén sepultadas bajo el lodo. Porque en Paiporta, una semana después, hay zonas en las que el agua embarrada llega hasta las rodillas. Se oye gritar a una mujer desde un balcón: “¡Ahí justo tenéis una alcantarilla!”. La nueva “directiva”, por iniciativa comunitaria, implica abrir las alcantarillas, situando cualquier objeto encima para evitar accidentes –una mesa o una silla–, y coordinarse por grupos para “barrer” el agua hacia los desagües. En otras zonas se ven ya bombas desaguando, y
La parroquia, el corazón del pueblo
La plaza de la parroquia de San Ramón Nonato parece un auténtico campo de refugiados. Se ha convertido en un centro de operaciones donde se concentran militares, la UME y varias carpas de ayuda, clasificadas por tipos de enseres: alimentos, ropa, productos de higiene, productos de limpieza… Cualquiera que se acerca puede pedir lo que necesita; no hay preguntas, no hay sospechas. “¿Cuántos sois?”, cuestiona Rosa, una de las voluntarias, a una mujer cubierta de barro con un chaval agarrado a su brazo, como muerto de vergüenza. “Estamos mi marido y yo con los dos niños. Con un bocadillo para cada uno y una botella de agua pasamos el día”, responde ella. La voluntaria le sonríe y procede a llenarle la bolsa con todo lo que se le ocurre. La mujer parece conmovida, mira a su hijo con complicidad y procede su camino hasta quién sabe qué rincón del lodazal en el que se ha convertido su pueblo.
Lo cierto es que igual que no faltan voluntarios, tampoco parece faltar comida, ni agua. Cada dos calles aparece un puesto de avituallamiento. En algunos locales se ven carteles que dicen: “Ven y coge lo que necesites”. “Lo único que falta de verdad son manos. Lo que los vecinos tardamos dos días en hacer, un camión de gente que sebe lo que hace lo consigue en un par de horas”, se queja una vecina, que lamenta que la ayuda llegara tan tarde. “Si no hubieran venido los voluntarios no sé qué habría sido de nosotros”. En ese momento, efectivamente, aparecen varios militares con una excavadora y en menos de 5 minutos están trasladando uno de los montones de basura que, como si fueran trincheras de guerra, se acumulan en los márgenes de las calles.
Dos militares muy resolutivos se acercan a otra carpa. “¿Tenéis cosas para personas mayores? Como purés, batas, pañales de adulto… Hay un edificio lleno de personas mayores que no pueden salir, y hemos quedado en llevarles de todo”. Rápidamente nos separamos, acudimos a recopilar todo lo que está en “la lista” y ponemos rumbo a la calle Florida. Allí, frente a una nave semiabandonada que huele a vertidos tóxicos, algunos abuelos han quedado “atrapados”: si el agua llega a 30 centímetros, ellos no pueden salir de sus casas.
Antonia Gutiérrez es una de estas mujeres. Tiene 89 años, y está sola. Su marido se cayó y está en el hospital, al parecer con varias costillas rotas y en estado grave de salud, y no puede verle. Dice que hoy ha podido cocinar, que es el primer día que se ha sentido con fuerzas para comer algo caliente. Recibe la bolsa con timidez. “En realidad yo creo que tengo de todo… Lo que me hace falta es compañía”. La ayuda está llegando, pero el acompañamiento emocional, espiritual y psicológico puede que tarde un poco más, así que nos quedamos un rato hablando con ella. Nos habla de su familia, de sus vecinas. Nos pregunta si están todas bien, si ella puede hacer algo por ellas. “Lo peor llega al caer la noche. Anochece muy pronto, y entonces todos os vais, y el pueblo queda en silencio de nuevo, aunque a veces se oye a valientes que siguen moviendo muebles y electrodomésticos. Yo no he perdido nada, pero he pasado un miedo… y todavía lo paso”.
Otros vecinos mayores necesitan Sintrón o insulina. Pero también piden leche y abrazos. “Venid a vernos. Cuando cae la noche y estamos solos… tenemos miedo”, balbucea Federico González. Las vecinas, en especial las mujeres, tratan de cuidarse las unas a las otras: se gritan de balcón a balcón, y si es posible, se hacen llegar regalitos unas a otras, sin desfallecer. Todas se emocionan cuando llega la ayuda, se asoman a la ventana y observan con atención las tareas de limpieza. Esta, una generación de posguerra, asiste ahora impasible a un estado de alarma en el que, de nuevo, son meros espectadores.
El día continúa de calle en calle, de pueblo en pueblo. Las alcantarillas abiertas, los voluntarios con sus palas, la UME en cada esquina. Los jóvenes son una fuerza imparable, de amor, de sonrisas, de fuerza; a veces tienen ganas hasta de bromear, cubiertos de barro. A la hora de la comida todos comparten lo que tienen, incluso ofrecen comida a los periodistas. No está dicho que el amor vence siempre, pero en mitad de una tragedia así… ¿quién se atrevería a negarlo?