∪En La Restinga, un pequeño puerto al sur de El Hierro donde las casas blancas se asoman al océano y las redes de pesca se secan al sol, la rutina está marcada por el mar. Allí, donde apenas viven 300 habitantes, la vida gira en torno a la pesca, el buceo y el ir y venir de embarcaciones de recreo. El Hierro es, para muchos, un lugar tranquilo, una isla donde el tiempo parece fluir con calma y los visitantes son acogidos como en casa. En el paseo marítimo de La Restinga, las terrazas de colores miran al océano, y la brisa trae consigo el murmullo de las olas rompiendo contra el dique. La isla tiene algo de magnético, un atractivo difícil de explicar que enamora a propios y extraños: un paraíso donde la sencillez y la belleza natural envuelven a quien llega, y donde la vida transcurre al ritmo sereno del mar.
Pero en los últimos años, algo ha cambiado en este rincón del Atlántico: la llegada de cayucos cargados de personas migrantes ha alterado la calma del puerto, convirtiendo a La Restinga en un punto de paso para quienes arriesgan su vida en la ruta atlántica.
Melisa es una de las mujeres que acude cada vez que llega un cayuco al puerto. No pregunta, no espera, solo está. Conoce el esfuerzo de quienes cruzan el océano y sabe lo que significa recibirlos, aunque no siempre lleguen cuerpos sin vida. A veces son niños temblorosos, otras veces mujeres deshidratadas o hombres con los ojos perdidos en la nada. Ella está para lo que haga falta: para ofrecer una manta, una palabra, un gesto que dé un poco de alivio en medio del caos.
Desde hace tres años, cuando suena el aviso de una nueva llegada, Melisa deja todo y acude al puerto para integrarse en el dispositivo de emergencia de Cruz Roja. Lo hace con una mezcla de entrega, experiencia y empatía, que son las armas con las que trabaja frente a la crudeza de las historias que trae el mar. El Hierro es también tierra de migrantes. Muchos herreños conocen bien el desgarro de dejar atrás su hogar, el peso de la distancia, la incertidumbre de partir sin saber si se volverá. Aquí, donde el mar es a la vez camino y frontera, la memoria de quienes partieron se une con la historia de quienes hoy llegan.
“Cada llegada es distinta, pero todas me tocan profundamente. Las vivo con una mezcla de tensión, responsabilidad y mucha humanidad”, cuenta. La suya no es solo una labor de asistencia, sino también de acompañamiento: “Sabemos que esas personas vienen de situaciones extremadamente duras, y nuestro papel es acoger, cuidar y ofrecer dignidad en los primeros momentos tras su llegada”. Para Melisa, ayudar es una cuestión de justicia: “Mi mayor motivación es la empatía. Saber que detrás de cada persona hay una historia, una familia, una esperanza. Si yo estuviera en su lugar, me gustaría encontrar manos tendidas, no puertas cerradas”.
La última experiencia en una llegada ha sido devastadora. El pasado miércoles, un cayuco con más de 150 personas a bordo volcó a escasos metros del muelle, cuando los migrantes, escoltados por Salvamento Marítimo, estaban a punto de tocar tierra. Siete personas murieron: cuatro mujeres y tres niñas. Un bebé continúa desaparecido. Melisa, que estaba allí, revive ese día con la voz contenida: “Fue una jornada durísima. Una de esas que te marcan para siempre. Hubo dolor, impotencia, pero también una respuesta humana impresionante. Todos dimos lo mejor de nosotros. Ver la colaboración entre equipos profesionales, voluntarios y vecinos fue conmovedor“.
La tragedia se ha llevado vidas, y lo que queda es un silencio que pesa y no sabe romperse. La isla está de luto. Durante dos días, las banderas ondean a media asta en memoria de quienes no pudieron llegar a puerto. En La Restinga, donde la vida transcurre a otro ritmo, el impacto es profundo. “Aquí se vive con intensidad”, explica Melisa. “Somos un pueblo pequeño, y cuando ocurre algo así, nos remueve a todos. La cercanía multiplica las emociones, pero también genera una gran red de apoyo. La solidaridad en La Restinga es real y diaria. Muchos vecinos se vuelcan sin pensarlo dos veces”.
Ella nos cuenta cómo vivió la escena a pie de muelle: “Vi a las personas que lograron salir del agua agotadas, asustadas, algunas en estado de shock. Pero también con una fuerza increíble por seguir adelante. Es impactante ver cómo, incluso después de vivir algo tan traumático, intentan mantenerse en pie. Esa resiliencia es admirable”.
Su mirada se detiene en los más pequeños, los niños y niñas que sobreviven a la travesía y llegan al muelle cargados de miedo y silencio: “Llegan con miedo, a veces sin entender del todo lo que han vivido. Algunos están muy callados, otros lloran desesperadamente, otros buscan una mirada que les dé seguridad. Es fundamental protegerlos y acompañarlos con sensibilidad, porque esas primeras horas pueden marcarles para siempre. A mí especialmente me gusta estar con ellos porque siento que puedo darles un poco de calma y seguridad en medio del caos. Una mirada, una palabra o una sonrisa puede marcar la diferencia en ese primer momento. Me nace protegerlos“.
Melisa no duda al hablar de lo que considera la raíz del problema: “Desde tierra, se hizo todo lo posible por atender y salvar vidas. Pero el problema de fondo es mucho más complejo y empieza mucho antes de que un cayuco llegue a la costa. Hay que actuar también en origen, en rutas seguras, y sobre todo, en políticas humanas“.
En su relato, también desmonta prejuicios: “Esa visión de que los migrantes vienen a delinquir o que reciben más ayudas que los españoles parte del desconocimiento y, muchas veces, de la ignorancia. La gran mayoría de las personas migrantes vienen buscando una vida digna, no a delinquir. Nadie se lanza al mar por gusto. Y respecto a las ayudas, no es cierto que reciban más; lo que reciben es asistencia básica por razones humanitarias. Lo que necesitamos es más información, más empatía y menos prejuicios“. La voluntaria conoce que, en muchas tertulias, en las redes sociales, en conversaciones de café, se criminaliza a quienes llegan en cayuco, como si huir de la guerra, la miseria o el hambre fuera un delito. Se les acusa de traer delincuencia, de saturar los servicios públicos, de recibir más ayudas que los propios ciudadanos. Son palabras que duelen, que estigmatizan, que olvidan lo esencial: nadie arriesga su vida en el océano por capricho.
Cuando otra alerta anuncie la llegada de un cayuco en La Restinga, Melisa volverá a estar allí. Su teléfono es el hilo que la conecta con la urgencia, y cada llamada significa lo mismo: hay vidas que dependen de estar.
Como nuestra protagonista, muchas mujeres —y también hombres dispuestos a darlo todo— sostienen los recursos de emergencia en lugares como La Restinga. Son quienes cargan mantas, quienes se lanzan al agua, quienes abrazan a los niños temblorosos. Forman esa primera línea que casi nunca se menciona, pero sin la que no habría rescate. Son las manos que esperan en el puerto cuando el mar devuelve cuerpos agotados y sueños rotos. Dos días después, Melisa apenas puede mover los brazos: le duele el cuerpo, le pesa la espalda, pero no se queja. El esfuerzo de más de 24 horas le pesa en el cuerpo, que le recuerda lo vivido. Pero Melisa sigue en pie, porque sabe que aún quedan llegadas, aún quedan vidas por acoger.