“Yo, a esta niña no la enseño”, sentenció una profesora mientras señalaba a una de sus alumnas ante toda la clase. Aquella niña, que sí quería aprender, tenía siete años.
A Eva Martín Martínez, una monja que no creía en ella, la desahució del sistema educativo. Fue su madre, Paloma, directora de un colegio en Villaverde, quien le enseñó a sumar, restar y leer.
Desde entonces, Eva, la niña que no conseguía memorizar, empezó a reflexionar sobre cómo se podría dar clase de otra forma. Le bastaron 30 años para conseguirlo.
A Eva hay que seguirla, y no es fácil. Camina con la cabeza por delante, como si no renunciase a estar en dos sitios al mismo tiempo. Te arrastra por las instalaciones de su mágico colegio, un edificio multipremiado diseñado por Andrés Jaque, que en tan sólo tres años ya es historia de la arquitectura. “Está pensado para fomentar un entorno de aprendizaje autónomo y creativo“, cuenta con una pasión que, en este país de profesores quemados -y con razón-, resulta contagiosa.
“Ven, tienes que ver el bosque interior“, grita. Voy pensando en que creo que algo he escuchado mal. Y me encuentro un bosque, un bosque que flipas, un bosque que no sé como ha llegado a la escuela Reggio, en Madrid. “Las aulas de los alumnos más mayores se organizan como un pequeño pueblo alrededor del bosque interior, son ellos los que se encargan de mantenerlo”.

Una alarma social
Eva siempre quiso ayudar. Primero lo hizo alfabetizando a mujeres gitanas. Luego, resolviendo conflictos en aulas de más de cuatrocientos colegios. Y ahí descubrió algo que le revolvió las entrañas y despertó la bestia. “Me di cuenta de que hay un montón de niños medicados, y con una etiqueta colgada, desde los cinco años. Niños a los que un profesor ha determinado quiénes son y les ha etiquetado. Que en cada aula tengas una media de tres alumnos con medicación es un tema de alarma social. Y te hablo de hace 25 años”, relata indignada.
Y se obsesiona con que tiene que haber otra manera de que las niñas y niños transformen sus angustias y sus miedos. Y decide empezar por el principio, de cero a tres años. Y abre una escuela infantil en Las Tablas, en 2009, cuando aún pensábamos en tener hijos. Cuando los costes de la vida nos permitían hacerlo y ya vemos.
“Fuimos los primeros en aplicar la psicomotricidad infantil. Y lo petamos”. E inventaron la habitación de los colores, el movimiento libre y todo lo que ahora, diez años después, hacen todas las escuelas infantiles.
La dictadura de la felicidad
P. ¿Las madres y padres de ahora lo estamos haciendo bien?
R. Antes, los hijos buscaban el reconocimiento de los padres; ahora, son los padres quienes buscan el reconocimiento de sus hijos, quizás porque los hijos se han convertido en un bien escaso.
P. ¿Cómo buscamos ese reconocimiento?
R. Sometiéndolos a la dictadura de la felicidad. Enseñándoles sólo la parte positiva y obviando la pérdida, la frustración, el miedo y el rechazo.
P. ¿Y en qué se traduce?
R. Les afecta generando una gran fragilidad o los tiraniza, porque sin esas experiencias es muy difícil construirse.
Alto: los papeles
Y más aún a surfear las hostias de la vida, que no son pocas. Y de esas, a Eva, le han caído unas cuantas. Y lo que es peor, sin verlas venir. “La escuela infantil funcionaba tan bien que decidí ampliar el proyecto pedagógico. Y, de repente, en dos meses, se inscribieron 150 alumnos“, cuenta. La alegría duró poco. A los pocos meses, le obligaron a cerrar el centro por un problema con la licencia del edificio. Le dieron una carencia de seis meses para conseguir una parcela y un proyecto arquitectónico. En lugar de ahogarse, Eva, surfeó la hostia como sólo alguien que se ha construido a sí misma puede hacerlo.
Y el solar -que encontró-, dejó de ser un simple terreno. Y se convirtió en el colegio más fotografiado, admirado y contemplado del mundo. Su maqueta forma parte de la exposición permanente del MoMa de Nueva York.

Pero es que además, apostó por un modelo educativo pionero: fomentar la reflexión y el pensamiento, lo que implica cero pantallas de los 0 hasta los 17 años, incluso en bachillerato. Ella, a contracorriente del mundo. Ahora, países como Finlandia y Suecia, referentes en educación, le dan la razón y están volviendo al papel.
Un ejemplo para las familias
Mientras sigo el ruido de sus pasos tan largos y decididos, me pregunto cómo hacerlo bien con Bosco y Lucas, mis hijos, consciente de que pertenezco a una generación que tiende a la sobreprotección.
P. ¿Cómo podemos ayudarles?
R. Permitiéndoles desarrollar sus propias fortalezas para decir basta. No podemos convertirnos en los sindicalistas de nuestros hijos; debemos ayudarles a que sean ellos quienes se apropien de su vida, no podemos robársela.
P. ¿Qué deberíamos enseñarles?
R. A que tengan el espacio para frustrarse. A que aprendan que no le gustarán a alguien, que habrá quien no les quiera o que no les cuidará.
Eva confiesa que ha tenido que marcar límites a algunas familias cuando, por ejemplo, han llegado a cuestionar la corrección en rojo de un profesor porque ese color les puede frustrar. De ahí su grito, un deseo urgente: “Necesitamos que las familias sean cómplices, que seamos equipo en ese acompañamiento a los chavales. Ellos cuestionan la autoridad, les corresponde, pero no podemos los adultos cuestionar nuestra propia autoridad, porque ahí nos desarman y los profesores no tenemos recursos ni herramientas para decir hasta aquí”.
Distancia de seguridad
P. ¿Los hijos necesitan distancia de nosotras?
R. Sin duda. El exceso de madre es una gran pandemia.
P. ¿Por qué el profesorado se siente solo?
R. Porque antes teníamos la complicidad de las familias. Ahora, padres y profesores no vamos a una. Se deposita en los colegios esa función paterna y materna de límites, de responsabilidad. Los chicos sienten que pueden hacer lo que quieran.
Eva se sienta al piano de la última planta. Mientras las alumnas de primaria terminan de levantar un Rey Babar gigante que han construido -aquí hay, y se respira, arte en cada esquina-, sus manos pulsan siete teclas. Son las mismas manos con las que ha levantado el colegio que soñó cuando empezó a pensar en que se podía dar clase de otra manera. Porque las manos y la cabeza de Eva hacen como si todo fuera posible.