Valencia amanece con sol cuando se cumple una semana de la DANA letal que ha dejado 215 muertos. La cifra oficial de desaparecidos, con datos de la Policía Nacional y la Guardia Civil, suma 89 personas en Valencia, pero todavía hay 62 cadáveres sin identificar. Este primer balance, que corresponde a las denuncias activas de desaparecidos presentadas por los familiares, debe cotejarse con los cuerpos aún no identificados.
Hay que llorar y enterrar a los muertos, pero la vida es para los vivos. Por eso cruzar la Pasarela de la Esperanza, también llamada Puente de la Solidaridad, como han apodado al puente de Lucía Beamud que conecta la zona de La Rambleta con la pedanía de La Torre, es un milagro un día más. Siete días después, cientos de voluntarios continúan cruzando cada día el nuevo cauce del Turia, por el que todavía corre agua y en el que dicen que podrían aparecer nuevos cuerpos próximamente. En la parroquia de Nuestra Señora de Gracia, punto de partida y de encuentro para muchos de los voluntarios, continúan recibiendo víveres y productos y repartiéndolos de forma ordenada.
“Tenemos muchísimos voluntarios, pero no dejan de llegar furgonetas y nos hacen falta muchas manos. Sobre todo para salir a repartirlo todo”, explica Piedad, mano derecha del párroco de La Torre, Salvador Pastor, a Artículo14. Mientras coloca las cajas de huevos en las mesas, explica cómo se trata de “una pedanía muy humilde, con gente viviendo en condiciones muy básicas”. “En Cáritas atendemos a 190 familias, pero la DANA ha afectado a muchísimas más”. Al interior de la iglesia acceden todo tipo de personas, de todas las etnias, de todas las edades, de todas las religiones. En el exterior, en cambio, cocinan comida caliente y preparan a los voluntarios que recorren el barrio limpiando o recopilando necesidades.
La Avinguda Real de Madrid, que luego se convierte en la Avinguda Camí Nou y más adelante en la Avinguda Torrente, es la nueva “ruta de la solidaridad” de l’Horta Sud. Por ella circulan principalmente camiones de bomberos, de Policía y de Protección Civil, pero nosotros la recorremos con Beatriz Jiménez, una de las voluntarias que lleva desde el primer día haciendo repartos (ante todo, de empatía) por los pueblos. A diferencia de zonas como Picaña y Paiporta, la presencia del Ejército es mucho menor. Uno de los habitantes de La Torre, precisamente por indefensión y por miedo a las noticias de violencia que han empezado a expandirse y cuya puerta de madera ha quedado destrozada por la presencia constante de agua, está construyendo un muro de ladrillos. “No me queda otra. Si además de perderlo todo me entran en casa, no sé qué voy a hacer. Dentro están mi mujer y mi hija”.
Pero el miedo no abunda en estas calles por las que deambulamos durante horas. Hay un ánimo decidido, muy operativo y resolutivo que lleva a vecinos y voluntarios a ponerse siempre manos a la obra. Se empiezan a ver también las primeras alcantarillas embozadas, sin capacidad para tragar más lodo, y en estas pedanías, aunque son las primeras desde Valencia, siguen quedando cientos de automóviles amontonados, marcados con las famosas equis moradas o con círculos rojos en función de si se han encontrado cuerpos en su interior o no.
El desfile de una falla flotando
“Todo lo han hecho los vecinos. Hemos empujado los coches, hemos amontonado los trastos. ¡Aquí no ha venido nadie, nadie!”, reivindica Toni desde la entrada de la falla El Rajolar, en Benetúser, donde siguen necesitando mucha ayuda. Ferrán, su presidente, que además es también artista fallero, ha visto cómo se ha destruido su local y también su taller. “La falla me iba flotando por la calle. Si no llega a ser por los que habéis venido a ayudar…”. Su madre coge el relevo: “Yo me vine en coche corriendo el día de la tormenta pensando que en Benetúser no me pasaría nada. Quién me iba a decir que aquí, además de casi perder la vida, hemos perdido todo, empezando por el casal, un lugar de encuentro muy necesario”.
Los puentes que cruzan las vías de tren tiene todos la bandera de Valencia y mensajes de ánimo como el famoso “Sols el poble salva al poble”. Cuando llegamos a Alfafar, otra de las zonas más afectadas, Pilar e Isabel están cocinando en paellas y ollas gigantes: “Esto es un arroz caldoso de arroz, con ingredientes que nos han donado, y allí hay puchero gitano con alubias y lentejas y cocido, además de bocadillos de atún con olivas”, narran mientras remueven con sus cazos comida para todo un regimiento. Policías y bomberos se acercan, atraídos por el olor de la comida caliente, que convive con el de las bolsas de basura amontonadas en las esquinas.
A cada paso se abre una puerta y se saca un cartel. “Café caliente”, “Coge lo que necesites”, “Guantes y mascarillas. Hay que cuidarse”. Al llegar al famoso túnel de Alfafar, del que algunos vecinos no terminan de creerse que no extrajeran cadáveres, Josefa y Manuela esperan en la puerta de su edificio a que les traigan las medicinas. “Esto ha sido tremendo, tremendo”, dice Manuela Sánchez cuando llega el voluntario que anota sus necesidades. En ese momento llega también una de esas furgonetas solidarias a las que dejan pasar por los barrizales e ir repartiendo comida (y esperanza) por las calles.
En la calle Isaac Peral sorprende, entre tanta miseria, una casa aristocrática. “Era de mi madre, yo vivo encima”, comenta María Luisa, que quiere preservar la memoria de sus mayores y vive con pesar el deshacerse de mobiliario con tan alto valor histórico. “Ahora mismo mi gato es mi salvación. Como no estoy casada, duerme conmigo, y lo tengo aquí de vigilante mientras limpio. Me hace muchísima compañía, pero no puede perderme de vista”. Mientras lo coge y lo besa, aparece su padre: “¿No me habré dejado el móvil por aquí?”. Realmente, la vida sigue y el pueblo, sin romantizar nada de esta tragedia, ha recuperado su esencia, esa capacidad para provocar una cercanía estrecha entre vecinos.
En Sedaví aparece Eva, una vecina muy alterada por la falta de ayuda. Allí las quejas son comunes: abandono completo, falta de organización y de responsabilidad de las autoridades ante una catástrofe sin precedentes. “Si el Rey está al mando del Ejército, debería haber sacado a los tres: tierra, mar y aire. Estamos abandonados”. Ella en particular agradece a los agricultores de Bétera que hayan limpiado las calles, pero pide ayudas para poder remontar económicamente. “Yo necesito un coche, trabajo en el aeropuerto y no puedo ir de ninguna otra forma”.
Según avanzamos hacia Masanasa todo se complica. Más barro, montañas de lodo mezclado con deshechos, cañas, ramas, residuos. Unos voluntarios de Cruz Roja observan un mapa. “Entre nuestros voluntarios hay algunos desaparecidos…