De un día para otro, Katri empezó a vomitar de forma recurrente y a sentir un fuerte dolor abdominal. “Era como si me hubiera envenenando”, describe. Preocupada, acudió al hospital. La ingresaron durante tres semanas y, tras múltiples pruebas, los médicos sólo detectaron obstrucción intestinal, por lo que decidieron operarla. Pero, tres meses después volvieron los vómitos, la taquicardia, el insomnio y la ansiedad. “La peor experiencia del mundo. Me ingresaron en cuidados intensivos, me hacían pruebas a diario y nada parecía estar mal”, cuenta. Los médicos le dijeron a su madre que era un problema psicológico, que su hija se estaba inventando los síntomas, y la mandaron a casa.
Pero, a los pocos días, su cuerpo empezó a paralizarse. “Primero fueron los pies, al día siguiente la parálisis llegó a los brazos y, en cuatro días, hasta la lengua”. Perdió la voz y tuvo que regresar urgencias. En pocas semanas pasó de pesar 63kg a 43. “Mido 1,72”, aclara. Estuvo semanas postrada en la cama del hospital. “Con mucho dolor y sin poder moverme. Me pusieron un tubo para alimentarme”, detalla. De nuevo, pruebas interminables, sin resultados concluyentes. Aparentemente, todo estaba bien, así que la enviaron de vuelta a casa, entubada, completamente dependiente y sin diagnóstico.
Un año después, y casi por casualidad, llegó el diagnóstico: Porfiria Hepática Aguda Intermitente. Su mundo cambió drásticamente. En Venezuela, el tratamiento costaba 18.000 dólares la dosis, y cada aplicación era imprescindible para recuperar su vida. “Estuve dos años sin poder andar y cuatro hasta volver a caminar bien”, relata.
La enfermedad le robó dos años de universidad, pero lo peor fue el juicio al que se enfrentó hasta el diagnóstico. “Hubo médicos que le dijeron a mi madre que era un problema de drogas”, recuerda con indignación. Durante meses, se sintió sola, incomprendida y desesperada. Su cuerpo se deterioraba sin una explicación clara, mientras los médicos seguían convencidos de que todo era un problema psiquiátrico.
Han pasado ocho años desde su última gran crisis. Aunque las secuelas y los miedos la acompañan a diario, sigue adelante. “Tengo los pies atrofiados y los dedos dormidos. Pero lo peor es vivir con la conciencia de que en cualquier momento puede volver”, confiesa.
Katri se siente desamparada. Sabe que la enfermedad puede despertarse en cualquier momento debido a diversos factores, incluidos ciertos medicamentos. “Los doctores no saben nada, somos nosotras, las pacientes, quienes tenemos que explicarles qué medicamentos tenemos contraindicados”, lamenta. Esta falta de conocimiento en el ámbito médico la obliga a estar en constante estado de alerta, investigando y cuidándose a sí misma.
Ahora, con 31 años, se plantea la posibilidad de congelar óvulos. “La congelación implica hormonas, y lo primero que tengo contraindicado son las hormonas. Pero quiero hacerlo aun sabiendo que me puede afectar”. Si decide tener hijos, las probabilidades de transmitirles la enfermedad son del 50%. Sin embargo, su mayor temor no es la herencia genética, sino la falta de información médica. “Me da más miedo que los doctores no estén al tanto de la enfermedad y no sepan como actuar”.
Katri ha aprendido a convivir con la porfiria, una enfermedad invisible que, aunque puede permanecer dormida, siempre está latente y puede despertar en cualquier momento. Ha aceptado que vivir con ella significa estar en una batalla constante, una lucha en la que, a menudo, la mayor dificultad no es la enfermedad en sí, sino la incomprensión y la falta de apoyo. Pero, a pesar de todo, sigue adelante, decidida a no dejar que la porfiria defina su vida.