Con el pontificado de Francisco, la Iglesia católica vivió un impulso sin precedentes hacia una mayor inclusión de la mujer; no en el altar, pero sí en la reflexión, el gobierno y la misión. En un gesto inédito, el Papa argentino nombró a laicas en cargos hasta entonces reservados a clérigos, impulsó dos comisiones sobre el diaconado femenino y denunció repetidamente el clericalismo como una enfermedad eclesial. En Artículo14 hemos hablado con algunas de ellas: Nathalie Becquart fue la primera mujer en tener voto en un sínodo y Concha Osácar y Eva Castillo son las primeras mujeres en formar parte del Consejo de Economía, encargado de velar por la salud financiera del Vaticano. Sin embargo, el Papa también fue firme al recordar, como lo hiciera Juan Pablo II, que “el sacerdocio está reservado a los varones”. ¿Puede el nuevo papa León XIV continuar este legado? ¿Hay espacio para las mujeres sin romper con la tradición?
Laura Llamas, teóloga española formada en el ámbito académico y pastoral y actual profesora en la Universidad Francisco de Victoria, ofrece una clave distinta: más allá del debate sobre reivindicaciones o igualdad de funciones, propone mirar al sacerdocio desde su raíz cristológica. “Jesús no eligió a los hombres para darles poder, sino para enseñarles a amar como él: sirviendo hasta el extremo”, afirma. Y eso tiene, según ella, un significado antropológico profundo: “El servicio, la humildad y el amor son esenciales a la masculinidad cristiana”. Para Llamas, la clave del presente no está en cuestionar lo que la Iglesia no puede cambiar —porque le fue dado por Cristo—, sino en desplegar creativamente lo que sí puede y debe renovarse: la corresponsabilidad, la formación, la presencia femenina en el discernimiento comunitario y la autoridad moral.
Sin negar las heridas del pasado, esta teóloga propone avanzar hacia una Iglesia en la que las mujeres —laicas, casadas, consagradas, madres o profesionales— sean escuchadas y llamadas a participar en los espacios donde se toman decisiones. No por cuota, sino porque, como señala con convicción, “son las mujeres las que evidencian la verdadera identidad de Cristo en los momentos decisivos del Evangelio”. Y eso —dice— no es un detalle, sino una clave para el futuro de la Iglesia.

¿Qué dice la Iglesia sobre la posible ordenación de mujeres?
Para saber cuál es la postura de la Iglesia sobre esta cuestión hay que atender a tres factores: primero, ¿qué nos dice el Nuevo Testamento? Segundo, ¿qué nos enseña la doctrina de los concilios, de los obispos y de los pontífices? Y, finalmente, ¿qué ha sucedido en la tradición de la Iglesia? Teniendo en cuenta estos factores, hay que decir que la Iglesia siempre y de forma unánime ha reconocido que los ministros ordenados como presbíteros y obispos han sido y serán siempre hombres. Los últimos Papas –Pablo VI, Juan Pablo II y, recientemente, el Papa Francisco– han insistido en recordar que esta cuestión “está cerrada”. Es verdad que el Papa Francisco encargó una investigación sobre la posible ordenación de diaconisas de la que no se obtuvieron conclusiones definitivas, pero lo que sí está claro y la Iglesia sostiene sin titubear es que los presbíteros y los obispos en la Iglesia católica son hombres y siempre lo van a ser.
¿Puede la Iglesia modificar esta doctrina?
Para dar respuesta a esta pregunta, primero tenemos que entender que la Iglesia existe con el único propósito de conservar y transmitir la obra de Cristo. El único sentido que tiene la Iglesia es custodiar y difundir todo aquello que Jesús hizo y dijo cuando vivió en el mundo y, sobre todo, el fruto espiritual de su muerte y resurrección. Como parte de esta misión, la Iglesia ha de responder a los desafíos de cada época de forma creativa y puede –y debe– interpretar, traducir, adaptar, dar una forma cultural concreta, etc. al contenido de la fe en cada tiempo y en cada situación. De hecho, hay muchas costumbres, ideas, rituales, formas de interpretar la Escritura o la moral, por ejemplo, que han cambiado a lo largo de los 20 siglos de historia que tiene la Iglesia. ¡Y no cabe duda de que cambiarán muchísimas cosas más en el futuro!
Sin embargo, hay cosas que la Iglesia no tiene autoridad para cambiar porque son enseñanzas o disposiciones explícitas del propio Jesús. Obviamente, la máxima autoridad de la Iglesia sigue siendo Jesucristo y ningún obispo, ni papa, ni el concilio, ni el sínodo ni nadie puede cambiar ni un ápice lo que Jesús hizo, dijo, decidió y enseñó intencionalmente a sus apóstoles. ¿De qué tipo de cosas hablamos? Pues, por ejemplo, es una disposición de Jesús que lo que se consagra en la Eucaristía sea pan y vino. Nadie puede cambiar esto así que podemos estar seguros de que siempre será así. Otra de las cosas que es imposible cambiar es que el propio Jesús eligió a hombres para ejercer el ministerio apostólico. Jesús dedicó los tres últimos años de su vida y bastante tiempo después de la resurrección a enseñar a algunas personas a actuar, a enseñar, a guiar y a sanar en nombre de Jesús cuando él ya no estuviese en el mundo de forma visible. Y, a pesar de que Jesús tenía una gran libertad a la hora de relacionarse con las mujeres y muchas le seguían como auténticas discípulas, el hecho es que seleccionó sólo hombres para que fueran sus apóstoles. Además, aunque había mujeres muy importantes en las primeras comunidades cristianas, los apóstoles ordenaron como presbíteros y obispos sólo a otros hombres, porque entendieron que así lo había decidido Jesús y sabían que no podían cambiarlo.
¿Por qué Jesús elige a los hombres para ser apóstoles?
Llegados a este punto cabe preguntarse legítimamente: ¿por qué Jesús sólo eligió a hombres? Para entenderlo, hay que prestar atención al modo en que Jesús enseñó a sus apóstoles a ejercer el ministerio sacerdotal. En realidad, la Iglesia sólo reconoce un sacerdote, que es Jesucristo, de manera que los presbíteros o “los curas” son aquellos que ejercen el sacerdocio de Cristo, es decir, que actúan en nombre de Jesús y por eso pueden dar los sacramentos, enseñar y guiar a la comunidad. En muchas ocasiones, Jesús enseñó a los apóstoles a que se comportaran cómo él, ya que iban a tener que actuar en su nombre. En concreto, hay un episodio muy especial en el que es necesario fijarse. Se trata del lavatorio de los pies, del que la Iglesia hace memoria en la liturgia del Jueves Santo. Pocas horas antes de morir, Jesús sabe que el fin está muy cerca y dedica su última noche a cenar con los apóstoles. Ellos aún no lo saben, pero se trata de una despedida en la que Jesús les dice con mucha emoción que son sus amigos, que los quiere de verdad y que confía mucho en ellos. Les recuerda las enseñanzas más importantes, confirma sus últimas promesas -que se cumplirán en Pentecostés- y, para dejar claro qué es lo que espera de ellos, hace un gesto insólito: se levanta y, comportándose como si fuera un esclavo, se agacha y se pone a lavarles los pies como si ellos fueran grandes señores y él, el criado más inferior. ¡Los apóstoles se quedan ojipláticos! Ellos sabían que habían sido elegidos especialmente por Jesús y estaban muy contentos porque pensaban lo que piensa normalmente todo el mundo: que ser sacerdote es sinónimo de poder y que consiste en mandar y ser el jefe de la comunidad. Sin embargo, Jesús enseña otra cosa muy distinta que a ellos no les resultó nada fácil de entender y que con frecuencia olvidamos: que el sacerdocio consiste en amar, en servir y en entregar la propia vida incluso hasta la muerte.
O sea que, por decisión de Jesús, los sirvientes de la Iglesia católica son hombres y son ellos los que tienen la obligación explícita de ponerse a los pies de cada uno de los bautizados y del mundo entero. Me parece que este dato es de una enorme belleza y que contiene un gran significado antropológico, moral y teológico que tiene mucho que decirnos a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. Para empezar, Jesús nos revela que el servicio, la humildad y el amor son esenciales a la masculinidad. Por otro lado, si echamos un vistazo a la historia de la salvación, podemos comprobar que Dios no elige a las personas que a priori parecen más capacitadas para la misión. Esto hace que, a veces, las mujeres tengamos serias razones para pensar que nosotras serviríamos ministerialmente a la Iglesia mucho mejor que ellos. Sin embargo, por este sabio mandato son los hombres los que no pueden escaquearse del encargo, aunque no podrán realizar su tarea de forma adecuada sin la ayuda del pueblo cristiano y yo diría que, especialmente, de las mujeres, que somos fuertes, sensibles, sabias para entender lo humano y especialistas en conectar con el corazón de Dios. Pienso que este designio es una llamada a la colaboración mutua y confirma la necesidad de aprender unos de otros y de estar juntos en todo, pues la comunidad es el lugar propio de Dios.

¿Cómo se puede avanzar hacia una Iglesia más inclusiva y corresponsable?
Empezando por la madre de Jesús, son las mujeres las que evidencian la verdadera identidad de Jesucristo en los momentos decisivos del Evangelio. Ellas –y no los apóstoles– son las protagonistas en la Encarnación y en la Resurrección, que son los acontecimientos fundacionales de la fe cristiana y, junto con la Creación, los actos en los que Dios se manifiesta más explícita y radicalmente. Este dato tiene muchísima importancia porque indica que hoy, igual que entonces, Dios sigue realizando sus acciones más eficaces y salvíficas en colaboración con las mujeres y es a ellas a quienes les confía sus asuntos más importantes. En consecuencia, pienso que las mujeres están llamadas a ejercer una misión principal en la Iglesia y que su presencia es imprescindible en los lugares donde se aportan criterios y se toman decisiones. Y no sólo hablo de mujeres consagradas, sino de laicas solteras, casadas, trabajadoras… De aquellas que vivimos en el mundo, lo conocemos bien, lo amamos y sufrimos con él, porque el mundo son nuestros hijos, parientes, amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Frente a la excesiva clericalización que históricamente se ha dado en la Iglesia, creo que, hoy en día, a los laicos –especialmente a las mujeres–nos toca de forma muy particular contribuir a la reflexión teológica, participar en los órganos de gobierno, ayudar a presbíteros y obispos a comportarse como auténticos servidores, abordar los desafíos del presente y manifestar en el mundo el corazón de Dios Padre.