En la penumbra de la capilla ardiente de Santa Marta, entre el murmullo contenido de los rezos y el olor tenue del incienso, algunos no solo despiden a un pontífice: despiden a un amigo. Fabio Bartucci, oftalmólogo argentino y uno de los mejores amigos de Bergoglio, ha sido uno de los primeros en salir de la despedida privada al Papa Francisco. Pero su gesto no tenía la rigidez de un protocolo: era el paso tembloroso de alguien que acaba de abrazar, por última vez, a un hermano del alma. Bartucci fue su médico de confianza durante años, sí, pero también su confidente, su compañero de viajes y risas, el testigo privilegiado de esa humanidad que Francisco supo mantener intacta hasta el último aliento.
Llegado de Buenos Aires solo unas horas antes, ha cruzado Roma con el corazón encogido y una certeza: “Tenía que despedirme de él como se despide a los grandes, a los que no mueren del todo”. En esta conversación con Artículo14 rememora al Papa histórico, pero también al hombre sencillo que repartía dulces en los controles del Vaticano, que le hablaba de fútbol con ojos de niño y que, en cada visita médica, dejaba caer una lección de vida como quien ofrece una limosna invisible: sin ruido, sin aspavientos, pero cargada de gracia.
¿Qué ha visto en el interior de la residencia de Santa Marta?
Quería venir a despedirme de un amigo y del que yo pienso que es el Papa que ha hecho realmente historia. Acabo de llegar de Argentina y he venido directo a despedirme de él. Hay muchísima gente dentro, personas haciendo cola, aquellos que trabajan aquí y por supuesto todos sus familiares.
¿Hay un sentimiento de recogimiento y oración?
Sí, y también de homenaje. Es un Papa muy querido, muy muy querido. Una anécdota: cada vez que nosotros volvíamos de viaje, siempre íbamos a Santa María La Mayor, donde será enterrado el próximo sábado, para dar gracias y hacer una oferta. Y siempre traía dulces. Yo me preguntaba para qué eran, por qué siempre tenía que traer y por qué tantos. Siempre paraba aquí, en la entrada de Santa Marta, en la caseta de los guardias y en los controles militares, y los repartía. Siempre, todas las veces que veníamos. Eso era el Papa Francisco.
¿Cuál es la última vez que vio al Papa Francisco?
Estuve con él el 4 de febrero. Fue nuestra última consulta médica; siempre le hacía controles periódicos, y venía a Roma a verle. Estuvimos desde mediodía y toda la tarde juntos, y hablamos de muchas cosas. Ya se le notaba una alteración respiratoria; era algo natural en él decir: “Yo de esta voy a salir, como siempre”. Siempre mantuvo su sentido del humor, hasta los últimos días.
Usted era, además de su amigo íntimo, su oculista. ¿Qué dolencias tenía en los ojos?
Le he acompañado desde su época en Buenos Aires. Luego tuvo la operación de cataratas, pero en general una persona de su edad, con 88 años, requiere revisiones periódicas.
Más allá de su faceta como paciente, ¿qué destacaría de él como amigo?
Era una persona completamente humilde, que realmente dejaba enseñanzas en cada palabra que decía. Él tenía como objetivo hablar siempre de los pobres y enseñarnos a todos lo que significa “colaborar” con los pobres. Él siempre decía: “La indiferencia es peor que el odio”. Esta es una frase que se me ha quedado grabada. Él nunca fue indiferente. Una vez me mostró una foto en la que se veía a gente salir de un restaurante de lujo, y había personas pidiendo una limosna mientras estas personas miraban para otro lado. Francisco me dijo: “¿Ves? A esto me refiero. La indiferencia es peor que el odio”.
Usted también le ha acompañado en distintos viajes. ¿Cómo era él en las distancias cortas?
Hice tantos viajes con él… Recuerdo ahora Marruecos, Bulgaria, Japón, Tailandia… tantísimos. Era una persona sencilla. Una de las cosas que hizo fue cambiar la estructura de los aviones. Él no quería una estancia única para él, quería que estuviéramos todos juntos porque todos formábamos parte de lo mismo. Era una gran persona. Esta es una gran pérdida para la Iglesia.
¿Cuál es su mejor recuerdo con el Papa Francisco?
Cuando vine a hacerle la cirugía, me invitó con toda mi familia, con mis cuatro hijos y mi mujer, y nos invitó a almorzar en su casa. Fue un momento muy trascendente para mí y también para mi familia, un momento de intimidad, de cercanía, que no olvidaremos nunca.
A Bergoglio le gustaba comer, le gustaba tomar mate, ver el fútbol… ¿Compartían estas aficiones?
Hablábamos de todas estas cosas. Como buen argentino le encantaba tomar mate, aunque en los últimos tiempos se lo habían prohibido por un tema de salud, pero le encantaba… También le gustaba hablar de fútbol, ¡y le encantaba el Real Madrid! Era un hombre con una gran empatía.