Un mirón es lo que es: un depravado que mira con intención sexual. Es decir, para jugar después, o durante, su propia partida. En su forma más grave, esta puede ser única actividad sexual. Mirón no es quien observa indiscretamente, fisgonea, curiosea o mira por el ojo de la cerradura las barbas del vecino. Para eso, nuestra lengua dispone de expresiones como la vieja del visillo, esa cotilla deslenguada que tan bien encarnó José Mota.
La práctica es antiquísima, aunque ha tenido que esperar siglos y jurisprudencia para ser tomada como un trastorno y un delito. En los últimos años, el voyeurismo se ha multiplicado y ha ido tomando forma al hilo de las nuevas tecnologías, que permiten formas insospechadas de vigilar, espiar, observar y grabar a una persona sin su consentimiento con el único fin de concederse a sí mismo un rato de placer.
Casi siempre la mujer es el principal objetivo. Según recoge la periodista francesa Clémentine Thiébault en Voyeur, un libro que acaba de publicar, el 99% de los voyeurs son hombres y alrededor del 95% de las víctimas son mujeres. La repulsiva imagen del hombre escondido entre los matorrales ha cedido el testigo a otras prácticas que provocan el mismo estupor. Hace tiempo que ese “big brother” o hermano mayor que nos presentó George Orwell en 1949 como una distopía se volvió una realidad.
Lo que no pensábamos es que las cámaras ocultas llegarían a los vestuarios, aseos, probadores o habitaciones de hotel con casi absoluta impunidad. O que en el mismo metro pudiesen estar grabándonos con el móvil bajo las faldas. Todo esto ocurre cada día, cada vez con más frecuencia y de manera más sofisticada aprovechando el potencial tecnológico. No conformes con ello, los depravados, hasta ahora individuos que actuaban en solitario, están creando foros privados en internet y en sus redes sociales donde se reconocen y, al encontrarse, comparten las imágenes capturadas, intercambian sabios consejos y se deleitan eróticamente.
Hay un polémico libro de Gay Talese, El motel del voyeur, que narra las confidencias de Gerald Foos, un depravado que compró un motel a principios de los ochenta para dar rienda suelta a su mente pervertida. Instaló en los conductos de ventilación una red de cámaras a través de las cuales espiaba a sus clientes. Talese tuvo acceso a aquellas imágenes que registraban los usos y costumbres sexuales de cientos de clientes. A la obra le siguió una larga polémica sobre su autenticidad, pero nos hace pensar cuánto material habrá disponible sobre nuestras partes pudendas en manos de estos desalmados.
Suena escalofriante, pero es real. En países como Estados Unidos la irrupción de conocidas plataformas de alquiler de apartamentos ha provocado un aumento de denuncias por la presencia de cámara casi invisibles al ojo humano entre el mobiliario. La guinda del pastel la pone la llamada molka, una práctica frecuente en Corea del Sur, que consiste en filmar a las mujeres y servir las imágenes en la red como pasto para hombres que culminan con ellas sus apetitos y fantasías.
Todo ello es un comportamiento ilegal y desviado. Tanto la ley como la psiquiatría lo tienen claro y ofrecen opciones para castigar y tratar. ¿Entonces? Entonces ocurre el eufemismo. Una cosa es llamar a las cosas por su nombre y otra es hablar de “voyeurismo” y conceder a quien lo practica un barniz artístico, gracioso e incluso benevolente. Voyeur era el vicioso Gerald Foos, pero también se aplica a artistas como el fotógrafo Miroslav Tichý, conocido como el fotógrafo vagabundo. Desde 1960 hasta mediados de los 80, este hombre realizó una centena de fotografías diarias que revelaban su obsesión por el cuerpo femenino. Llegó a equipar su bastón con una cámara oculta para capturar con disimulo el interior de las faldas de las mujeres que encontraba a su paso. Y con todo, consiguió el elogio y respeto de sus colegas más reconocidos.
Ahí tenemos a Berlanga, voyeur confeso, o a Alfred Hitchcock, con La ventana indiscreta. También el cineasta Jean Eustache dio voz a un voyeur que contó con absoluta desinhibición sus experiencias sexuales en un café parisino, donde había perforado un agujero en la pared de los baños femeninos. Al artista se le pone la etiqueta de indómito, rebelde o rompedor. Y consigue su redención. Una hipocresía más en el mundo del arte.
Saca de quicio ese eufemismo que sirve de abrigo social para todo mirón que se regodea sexualmente con el desnudo femenino y proyecta sobre su imagen robada todos sus caprichos. Tiene mucho que ver la conducta social, la cosificación del cuerpo. No hay agresión física, no hay tocamiento. Es verdad que desde el punto legal puede haber un punto ciego muy complejo que ampara a muchos de estos mirones, pero la línea roja, más allá de cualquier paranoia, empieza a estar bien definida. No vale con decir que hombres y mujeres exploran la sexualidad de manera diferente. Es un trastorno sexual extremadamente sexista que atenta contra la mujer.
Y punto.