Una angustiosa llamada al 911 rompe la tranquilidad de la noche. Al otro lado de la línea una joven grita angustiada: “¡Por favor, vengan rápido! ¡Mis padres! ¡Hay disparos en mi casa!”. Quien habla es Jennifer, una estudiante de 18 años, y está aterrorizada. Unos ladrones han entrado en la vivienda y disparado a sus padres. La operadora intenta calmarla mientras la policía llega al elegante hogar de la familia. Pero en esta historia nada es lo que parece. Ni siquiera Jennifer, bajo la apariencia de víctima aterrada, es quien dice ser.
Unos padres muy estrictos
Jennifer nació en una familia de inmigrantes vietnamitas. Sus padres, Hann y Bich, llegaron como refugiados políticos a Canadá. Trabajaron sin descanso en una fábrica de recambios de coches. Nunca se tomaron unas vacaciones. Con el tiempo pudieron comprar una casa y asegurar una buena educación para sus dos hijos, Jennifer y Félix. Depositaron en ellos todas sus esperanzas, especialmente en ella, que parecía hecha para brillar.
Jennifer era la niña perfecta, sobresalía en todo: tocaba el piano, hacía ballet, patinaje artístico y artes marciales. Sacaba buenas notas en el colegio. Sabiendo que la adolescencia podía ser peligrosa, sus padres redoblaron la guardia y prácticamente no le permitían salir. Tenía que centrarse en estudiar. Una agenda que dejaba poco margen y que auguraba un futuro brillante. Pero esa imagen de perfección se rompió cuando, tras una lesión que truncó su carrera deportiva, comenzaron a aparecer grietas.
La doble vida de Jennifer
En el colegio las notas de Jennifer empezaron a decaer. Temiendo defraudar a sus padres, descubrió una salida: mentir. Falsificó las notas del colegio. La situación se complicó cuando Jennifer no logró terminar el bachillerato y perdió su opción de ir a la universidad. No le quedó otra que seguir mintiendo: le dijo a sus padres que había recibido una beca para estudiar la carrera de farmacia. Simulaba ir a clases, pero en realidad pasaba los días en cafés o con su novio, Daniel. Compró libros usados para hacer ver que estudiaba y se empapó de farmacología a través de internet.
Cuando llegó el momento de la graduación, se inventó que el auditorio tenía un aforo muy limitado, para evitar que sus padres asistieran. Después les aseguró que encontró un trabajo en un hospital. Su vida era un castillo de naipes y Jennifer era quien colocaba las cartas.
La visita sorpresa
Todo se derrumbó cuando sus padres hicieron una visita al hospital donde supuestamente trabajaba. Allí nadie la conocía. Confrontada, Jennifer confesó parte de sus engaños y sus padres reaccionaron con mano dura: le prohibieron salir, le confiscaron el móvil y ordenador y cortaron todo contacto con Daniel.
Desesperada por recuperar su relación y librarse del control familiar, Jennifer comenzó a fantasear con una solución drástica: deshacerse de sus padres. Lo habló con Daniel y ambos se ilusionaron con la idea: podrían vivir tranquilos en una bonita casa, con dos coches de lujo y 200.000 euros que ella heredaría. Para hacer realidad sus fantasías contrataron a un sicario, quien reunió a un equipo de cómplices, entre ellos el propio Daniel. La noche del 8 de noviembre de 2010 el plan se puso en marcha.
Un plan con fisuras
Jennifer dio las buenas noches a sus padres, sabiendo que esa sería la última vez que les vería. Después quitó el cerrojo de la puerta principal de la vivienda. Y envió un mensaje a Daniel confirmando que todo iba según lo acordado. Horas después los hombres armados irrumpieron en la casa. Ataron a Jennifer en la parte superior de la vivienda y llevaron a sus padres al sótano donde allí les dispararon.
Cuando los asaltantes se fueron la joven logró desatarse y llamar al 911. Lloraba histéricamente, rogando a emergencias que se dieran prisa. Hasta que en la llamada se escuchó algo inesperado. Los gritos del padre: “¡Jennifer! ¡Ayuda!”. Milagrosamente había sobrevivido.
Las sospechas
La llamada de Jennifer al 911, llorando y pidiendo ayuda, era convincente. Pero los detectives empezaron a ver detalles que no encajaban. La puerta de la casa no estaba forzada. Los ladrones no se llevaron objetos de valor ni coches. Las sospechas sobre ella aumentaron cuando los médicos informaron que su padre se recuperaría; en vez de alegrarse estaba aterrada. Al salir del coma, el hombre declaró algo sorprendente: su hija había hablado amablemente con los asaltantes. Y también dio un detalle contradictorio. Jennifer no había sido atada como ella había declarado.
Los investigadores interrogaron a la ahora sospechosa por tercera vez. La policía canadiense tiene permitido mentir a los sospechosos para obtener información. Así que le dijeron que contaban con una tecnología infrarroja que analizaba los movimientos de las casas y que su declaración no cuadraba. Sintiéndose acorralada, terminó confesando su implicación. Pero la historia que contó era poco creíble: afirmó que tenía depresión y quería suicidarse. Y como no tenía fuerza para hacerlo por sí misma, contrató a unos sicarios para que la mataran. Pero ellos habían terminado matando a sus padres y no a ella. Ya les dije que era para no creérselo.
El juicio
El 19 de marzo de 2014 comenzó el juicio que duró nada menos que diez meses. Jennifer y sus cómplices fueron condenados a cadena perpetua. Cuando se dio a conocer el veredicto Jennifer no se inmutó. El padre, como consecuencia de los disparos, se quedó inválido. Tanto él como su hijo pidieron una restricción para que Jennifer no pueda acercarse nunca a ellos. “Cuando perdí a mi mujer, perdí al mismo tiempo a mi hija. Ya no tengo una familia. Quizá algún día sienta la felicidad de estar vivo pero ahora me siento muerto”. Padece ataques de ansiedad, sufre intensos dolores y no puede trabajar. Necesita vender su casa pero nadie quiere comprarla.
La pesadilla no ha terminado para la familia. Jennifer tiene ahora 39 años y en el 2035 tiene opción a pedir libertad condicional. Y tienen miedo.