El teléfono sonó con insistencia en casa de Asun Casasola. Al otro lado de la línea la Policía Foral de Navarra le urgía a presentarse en Pamplona cuanto antes. Algo terrible había ocurrido con su hija Nagore Laffage. Asun no entendía nada. Unas horas antes había hablado con ella y debía estar en su turno de prácticas en el hospital. Pero esa llamada lo cambió todo.
Como cada año, Pamplona vibraba con los Sanfermines. En la madrugada del 7 al 8 de julio, Nagore Laffage, de 20 años y estudiante de enfermería, salió con sus amigas. En el trayecto a casa se encontró con un conocido del hospital, Diego Yllanes, un joven de 27 años, estudiante de psiquiatría y, en apariencia, el perfecto caballero. Entre charla y miradas cómplices se quedaron rezagados del grupo. Él la invitó a su apartamento y ella aceptó. Lo que sucedió después es de una brutalidad inhumana.
Apenas cruzaron la puerta él se transformó. Su deseo se convirtió en violencia. La delicadeza dio paso a la agresión. Rasgó la ropa de Nagore con fuerza desmesurada y trató de escapar. Pero él no aceptaba negativas. Cuando ella advirtió que lo denunciaría, su furia estalló. Golpes. Patadas. Puñetazos de un hombre entrenado en artes marciales contra una joven menuda que solo quería salir de allí. Un ojo ensangrentado. Un labio partido. Y el miedo, sabiendo que aquel hombre no tenía intención de dejarla ir. En un instante de lucidez, Diego se detuvo.
La joven estaba débil, sin apenas fuerzas. Su cuerpo apenas respondía. Pronto se sabría hasta qué punto había sido golpeada. Pero Nagore no se rindió. Como pudo, marcó el 112. Con un hilo de voz solo pudo balbucear: “Me van a matar”. Pidió ayuda, imploró por su vida. La operadora simplemente respondió: “No le escucho bien”. No alertó a la policía. No intentó devolver la llamada. Y mientras Diego volvió a la habitación. La vio con el teléfono en la mano y explotó. Su furia se desató sin freno.

Nagore tenía 38 contusiones repartidas por todo su cuerpo. Fracturas. Golpes. La mandíbula rota en tres partes. El cráneo destrozado. Y aun así, Diego decidió asegurarse de que no respirara más. La asfixió con sus propias manos hasta que dejó de moverse.
Cuando el cuerpo de Nagore quedó inerte, se detuvo a evaluar sus opciones. La primera: llamar a Guillermo, un amigo también estudiante de psiquiatría. Le hizo una pregunta: “He hecho algo muy malo. Tengo en mi casa a una chica muerta. Necesito que me ayudes a deshacerme del cadáver”. Guillermo no tardó en comprender. No era una broma. Aquello era real. Le aconsejó que se entregara, pero Diego se negó. “Si me delatas, me tiro por la ventana”, le advirtió. Guillermo colgó y sin dudarlo marcó el 112. La policía acudió al domicilio y no encontró nada raro, salvo un fuerte olor a amoniaco. Llaman a Diego pero no hay forma de localizarle. No hay cadáver ni autor.
Diego, sabiendo que había cometido un error al llamar a su amigo, buscó una alternativa. Decidió deshacerse del cuerpo. Primero le quitó las joyas y documentación para dificultar su identificación. Luego intentó cortar los dedos de Nagore, pero la tarea le resultó demasiado desagradable y renunció a descuartizarla. Envolvió su cuerpo en una bolsa, cargó sus pertenencias y se marchó. Llevó el cadáver hasta un paraje apartado: el Valle de Erro. Allí, en la oscuridad de la noche, abandonó el cuerpo y el hacha con el que había intentado descuartizarlo.
Encuentran a Nagore
A la mañana siguiente, una mujer paseaba con sus perros cuando encontró un cuerpo envuelto en bolsas de plástico. Llamó a la policía. La investigación comenzó rápido, y las piezas encajaron con velocidad. Era Nagore. La policía y la familia buscan a Diego. Éstos deciden ir al lugar donde acudía de pequeño. Y allí le encuentran. El padre llama a la policía para entregarle :”He encontrado a mi hijo. ¿A dónde le tengo que llevar?”. Lo confesó todo. En su apartamento, la policía encontró restos de tela, ADN de Nagore y evidencias de una limpieza meticulosa. Había usado salfumán para eliminar pruebas, pero su confesión facilitó el trabajo de los investigadores.
El juicio
El juicio comenzó el 2 de noviembre de 2009. “Jamás se ha pasado de la raya, nunca”, sentenció la que era su novia. Con tantas pruebas y una confesión completa parecía que la condena sería contundente. Pero había una cuestión clave: ¿había existido alevosía, es decir, la víctima no había podido defenderse? Esa es la diferencia para que un crimen sea considerado homicidio (10 a 15 años de prisión) o asesinato (de 15 a 25). La defensa alegó que había bebido, pero los testigos confirmaron que no estaba ebrio. Dijeron que entró en shock, pero sus acciones posteriores demostraban premeditación en el crimen.
“El juez dijo al jurado popular si querían hacerme preguntas sobre mi hija y le entregaron tres papeles. El juez los cogió y dijo: ‘Esta no se la pregunto. Esta segunda tampoco’. Cogió el tercer papel y dijo: ‘Bueno, esta tampoco se la debería preguntar, pero se la hago. ¿Era su hija ligona?”. Asun todavía se pregunta el contenido de los dos papeles que descartó el juez. “¿A quién estaban juzgando? ¿Qué tenía que ver eso con que la mataran?“.

Finalmente Diego fue declarado culpable de homicidio: 6 miembros del jurado lo consideraron asesinato y 3, homicidio. Hacían falta 7. Fue condenado a 15 años de prisión, pero con atenuantes: pagó 126.000 euros a la familia de Nagore, lo que le redujo un año de condena. Y por haber confesado – después de ser arrestado – se le rebajó otro año más. 12 años de condena, de los cuales cumplió sólo 10. Poco antes de cumplirse el noveno aniversario de la muerte de Nagore, consiguió que se le concediera el tercer grado volviendo a la cárcel solo para dormir. Un prestigioso médico, el doctor Carlos Chiclana, le dio trabajo en su clínica privada. Su rostro apareció en la página web como si nada hubiera pasado. El escándalo fue tal que el centro tuvo que retirar su foto y emitir un comunicado.

La madre de Nagore se convirtió en un símbolo de lucha. Habló y gritó por su hija. En 2020, el padre de Nagore falleció, llevándose el dolor de no haber visto verdadera justicia. Diez años de cárcel a cambio de una vida brutalmente arrebatada. Diez años para un hombre que tuvo la sangre fría de matar, intentar descuartizar, ocultar un cadáver y manipular la narrativa en su favor. La historia de Nagore sigue doliendo. “Hay una pregunta que no he podido dejar de hacerme: ¿por qué no se dejó? Igual ahora mi hija estaría viva“.