Ayer aprendí que los rastrillos grandes son los mejores para sacar el agua estancada de una calle inundada. Que no importa que nos juntemos seis personas si no vamos al mismo ritmo. O que no hace falta correr por mucha prisa que tengas o por mucha impotencia que sientas.
También aprendí que lo más importante es mantener las escobas paralelas para no romper esa presa humana que consigue movilizar un río marrón cuesta abajo hasta lanzarlo al borde de un barranco.
Ayer también interioricé el cántico que reinaba en toda Paiporta. “A poc a poc” era el mantra que se repetía cada pocos minutos en la calle Nou d’octubre —una de tantas—. Una fecha que, paradójicamente, celebra el día de la Comunidad Valenciana y que todavía se podía leer en una placa manchada por el barro.
Sentí orgullo al ver que mis amigos son capaces de andar cuatro kilómetros cargados con botas de agua para una familia que ni siquiera conocen. O que un chico que lo ha perdido todo no duda ni un segundo en ayudarte a encontrar una dirección porque sabe que te has perdido en ese escenario que dista mucho de lo que antes era su pueblo.
Ayer también acepté —sin culpa— que las risas no solo están permitidas, sino que son necesarias. Y que las nuevas generaciones no son de cristal, sino de hierro. Que son capaces de arrimar el hombro y lo que haga falta por una buena causa. O que solidaridad no es solo mancharse las manos de barro. Es darte agua y un bocadillo caliente a tu vuelta, ofrecerte una manguera para limpiar tus botas o recibir un audio de esa amiga que quiere saber cómo estás o que, simplemente, te cuenta una solemne chorrada para evadirte de tu día.
Ayer aprendí muchas cosas. Cosas que no voy a olvidar nunca.