Beben en silencio, sin levantar sospechas, pero ellas también sufren de adicción al alcohol. “Solemos seguir patrones de consumo más íntimos y solitarios, generalmente en el entorno doméstico. Al ser más clandestinos, estos hábitos son más difíciles de detectar para los profesionales”, explica Laura Castells, psicóloga y ex consumidora. Y añade: “No es que no sean conscientes de que tienen un consumo problemático, sino que las mujeres estamos socializadas en el silencio y la resistencia; se espera que lo soportemos todo sin causar molestias”.
Detrás de esta necesidad de soportarlo todo se oculta un dato que ha sorprendido a los terapeutas de Proyecto Hombre: en 2023, el porcentaje de mujeres que acudieron a la organización por un consumo excesivo de alcohol fue mayor (46,8%) que el de hombres (33,6%). “El hecho de que el alcohol sea una droga legal y cuyo uso esté aceptado socialmente, hace que la percepción de riesgo disminuya y que estas mujeres normalicen su consumo y tarden más tiempo en pedir ayuda”, afirma Ángeles de la Rosa, coordinadora de la Comisión de Evaluación de la Asociación Proyecto Hombre.
Las mujeres tardan una media de 18 años en pedir ayuda y acudir a centros para tratarse. “El autoestigma es uno de los principales motivos, pero no el único. En muchos casos, la maternidad también actúa como una barrera para acceder a los recursos. El miedo a perder la custodia y el constante cuestionamiento de su rol como madres… A los hombres se les disculpa más fácilmente, e incluso se empatiza con ellos. La paternidad no representa una carga adicional ni forma parte central de su identidad social como hombres”, señala Castells.
Cuando Castells acudió a un hospital hace 15 años para tratar su consumo de alcohol, sintió que ese no era su lugar. El hecho de ser la única mujer, tanto entre las pacientes como entre las profesionales, tuvo mucho que ver. “Las propias lógicas de los recursos y la mirada de los profesionales constituyen barreras que impiden que muchas mujeres accedan a los tratamientos o se mantengan en ellos”.
Los tratamientos para abandonar el alcohol están diseñados principalmente para hombres, y apenas existen programas específicos con enfoque de género, lo que dificulta tanto el acceso como la recuperación de las mujeres. Un ejemplo claro es el periodo de incomunicación que se impone en muchos tratamientos, que suele durar entre dos y cuatro semanas, durante las cuales el paciente no puede tener contacto con el exterior. “Para las mujeres, esto es mucho más difícil de aceptar que para los hombres, debido a la carga relacional, que a menudo está vinculada al cuidado de otras personas”, señala Castells. “Muchas mujeres tienen personas a su cargo, como familias, y esta exigencia de incomunicación se convierte en el primer obstáculo insuperable, lo que provoca que abandonen el tratamiento antes de completar esta fase de adaptación”.
Pero hay otros desafíos. “Si el consumo de una mujer está relacionado con una situación de violencia, como era mi caso, y se le exige abstinencia para acceder a los recursos, pero esos mismos recursos no identifican o no abordan esa violencia, el proceso pierde sentido. ¿Cómo se espera que una mujer deje de consumir cuando esa adicción le está ayudando a enfrentar y soportar la situación de violencia? Lo mismo sucede con los psicofármacos. ¿Cómo podemos pedirle a una mujer que deje de tomarlos si tiene que hacer frente a dobles o triples jornadas laborales y domésticas? Si no cuestionamos los factores que llevaron al consumo, será muy difícil tratar la adicción en sí”, subraya Castells, quien, tras su recuperación, se dedica a incorporar la perspectiva de género en el tratamiento de las adicciones.
Hay un hecho indiscutible: el consumo de sustancias, ya sea alcohol o drogas, está asociado a la masculinidad. “Es coherente con las expectativas que se tienen de los hombres: asumir riesgos, experimentar, buscar el placer, vivir en exceso. Todos estos son atributos que encajan con lo que se espera de la masculinidad”, explica Ana Burgos, antropóloga e integrante del proyecto Malva en la Fundación Salud y Comunidad. “Sin embargo, estas conductas se alejan de lo que se espera de las mujeres, a quienes se les exige moderación, prudencia y silencio. Así, cuando los hombres consumen sustancias, incluso de manera problemática, se percibe como un exceso de masculinidad, algo que se les ha ido de las manos. Pero cuando lo hacemos nosotras, se interpreta como una ruptura con los mandatos de la feminidad. Ese desvío es duramente castigado socialmente, manifestándose en estigmas como ‘mala madre’, ‘viciosa’, ‘mala mujer’ o incluso ‘puta’, ya que el consumo femenino también suele asociarse con una sexualidad percibida como inapropiada. Esto daría para una tesis, pero es uno de los temas que más surge cuando hablamos de mujeres que consumen sustancias”, añade Burgos.
Abrimos un melón: ¿Por qué como sociedad nos cuesta tanto aceptar que las mujeres consuman alcohol? “Porque tenemos una visión moralista sobre lo que las mujeres deben y no deben hacer”, responde Ana Burgos. Somos mucho más inflexibles con ellas, hasta el punto de que muchas veces las dejamos de lado. “Las mujeres sufren un mayor abandono por parte de su entorno. En los centros de tratamiento es común ver a hombres con un consumo problemático de alcohol que cuentan con el apoyo de sus parejas, que no necesariamente son consumidoras problemáticas. Pero es muy raro ver lo contrario: una mujer con un consumo problemático apoyada por su pareja masculina. Los hombres suelen abandonarlas con más frecuencia, y esto también está vinculado a cuestiones de género”, confiesa Burgos. Es otra carga que deben soportar: la soledad impuesta por una sociedad que elige castigar antes que comprender.