Ténganlo claro, queridos lectores: la función más importante, por no decir la única, que tiene Ernest Urtasun como ministro de Cultura es la de elaborar cortinas de humo. De un humo denso, irritante y lacrimógeno que distraiga, que reconduzca la atención de la ciudadanía/plebe hacia asuntos menores, pero ruidosos y vesicantes, cuando el Gobierno las pase aún más canutas de lo que suele.
A nadie le puede pillar con el pie cambiado que Urtasun haya eliminado el Premio Nacional de Tauromaquia porque, en su opinión, “hay una mayoría social contra el maltrato animal”. Lo dejó bien claro en su toma de posesión: “La Cultura es una herramienta de combate contra la extrema derecha”. El diplomático es sectario, pero no idiota: dudo que considere fachas a Goya, a Alberti, a Federico García Lorca, a Indalecio Prieto, a Picasso, a Miguel Hernández, a Ava Gardner, a Pilar Miró, a Sabina o al actual líder del PSE, Eneko Andueza, a quien le he oído declarar que “no hay nada tan vanguardista como ir a los toros”. Sabe de sobra que un genio como Morante de la Puebla, en una tarde, vende cien veces lo que un lacayo renfieldiano como Eduardo Casanova en un lustro. Tal y como publicó Diego Sánchez de la Cruz en Libre Mercado: “El número de espectadores que acudieron a las plazas de toros españolas de primera y segunda categoría a lo largo de 2023 se situó por encima de los 2,6 millones de personas”.
La cancelación del Premio Nacional de Tauromaquia tiene por objetivo agitar el avispero parroquial, insuflar moral en la tropa woke, tan ridícula como –no la subestimemos– peligrosa. La idea pasa por cebar con soma progre a los pipas que engullen bulos como el que Ramón Espinar difundía en su perfil de X: “Me cuentan que se ha puesto de moda ponerle a los toros de lidia nombres como ‘comunista’, ‘socialista’, ‘feminista’ y demás”. A diferencia de al aficionado taurino, que arma la de Dios es Cristo cuando cree que el matador se está ensañando con la bestia, a Urtasun se la trae floja que el bicho sufra o no. El ministro, que, no ha mucho, provocó rabiosa urticaria en la vieja podemia por aplaudir a los hermanos Miura en la entrega de la última Medalla de Bellas Artes, lo único que pretende es realizar un ejercicio unamuniano de cojonudismo, coartando la libertad de una parte más que notable del pueblo –no hay arte más popular que la tauromaquia–, imponiendo su intolerancia e, insisto, lo fundamental, distrayendo a un respetable que, en general, contempla cómo el presidente Sánchez, concluida la trágica astracanada de su retiro, ha iniciado una cruzada contra los medios y los jueces que no son de su cuerda.
La fascinación del Homo sapiens por el toro se remonta al Paleolítico. Matar a un uro –el antepasado salvaje– daba puntos en la escala social porque, como explicaba el periodista francés André Viard en el documental Tauromaquias universales, el cazador daba “de comer a la tribu durante semanas y porque no es lo mismo matar un uro que un venado”. Los fieles del dios Mitra se bautizaban con sangre de toro. Se dice que Carlomagno tuvo complejo de Curro Romero y que incluso fue corneado. Un precedente de Urtasun lo encontramos en El Vaticano: el papa Pío V ordenó la excomunión de quienes participaran en la “pagana costumbre de lidiar toros” en 1567. Aquí, a los primeros Borbones les horrorizaba el alanceamiento del burel. El 3 de mayo de 2024, Urtasun se ha ventilado un premio dotado con 30.000 euros. Porque, como ya dijo, “la Cultura es una herramienta de combate contra la extrema derecha”. Yo me quedo con lo que escribió Julian Barnes en una novela impresionante, El ruido del tiempo (Anagrama, 2016): “Todas las definiciones falsas del arte le atribuyen una función específica”. Esto no ha hecho más que empezar: quedan, en teoría, tres años de legislatura.