España es un país que sabe vivir sin política, pero no sin políticos. Mientras que la conversación pública está acaparada por nuestros dirigentes, la sociedad lleva años acostumbrándose a vivir al margen, con un interés decreciente. Quizá este proceso de desconexión anímica explique la aparente estabilidad en el mapa de alineamientos electorales. Es como si la habitual gresca semanal en el Congreso, en los telediarios y en las redes sociales estuvieran teniendo para los españoles el mismo efecto que el ruido blanco: puede ser desagradable, pero te habitúas y ya no llama la atención.
Según nuestra estimación de voto alternativa, realizada con los datos brutos del último barómetro del CIS, la aguja no se mueve: la suma en porcentaje de votos del PP y Vox sería similar a la de 2023, y el PSOE apenas bajaría un punto, gracias a su capacidad de retención y atracción del electorado de sus socios.
Los votantes de la derecha ya no sonríen como antes cuando se publican pronósticos demoscópicos favorables: no se fían. El batacazo anímico del 23-J aún duele, y las parroquias del PP y Vox parecen cronificar su desesperación. No logran comprender, “con la que está cayendo” (Ley de amnistía, caso Koldo, informaciones sobre Begoña Gómez, el hermano del presidente, pacto fiscal catalán…) cómo el PSOE parece aguantar en las encuestas. Es esta desesperación el factor que, en cierto modo, mejor explica la aparición de un fenómeno como Alvise Pérez, hoy ya menguante tras desvelarse sus actividades como ‘Al-business’ Pérez.
En la izquierda, el entusiasmo tampoco es desbordante. El Gobierno predica sin descanso que la economía se abre camino a pesar de las apocalípticas profecías opositoras, pero tampoco sonríe en exceso porque son conscientes de la doble avería de la coalición. Por un lado, una avería política, ya que a la sedicente mayoría progresista le falla con frecuencia el motor de arranque de la aritmética parlamentaria. Por otro, una avería electoral, porque los apoyos para articular mayorías están menguados a medida que el PSOE vampiriza electoralmente a sus socios. Hoy, los socialistas podrían llegar a subir hasta 12 escaños, pero a costa de que sus compañeros de investidura pierdan 20: mal negocio.
La izquierda se encontraría hoy en un proceso de descomposición sin una clara capacidad de recomposición. El principal causante de este desajuste es el desdibujado liderazgo de Sumar. La fragmentación de su espacio político le haría perder casi dos de cada tres diputados conseguidos en las pasadas elecciones (de 31 a solo 10), permitiendo que la suma del PP y Vox mejorara en conjunto en casi una decena de escaños, superando así la mayoría absoluta por unos pocos diputados.
Para poder resistir y arreglar esa doble avería, política y electoral, el PSOE tendrá que fortalecer los dos diques de contención que mejor le funcionan: la buena marcha de la economía y la amenaza creíble de una alternativa de derechas. Impedir, por un lado, que a los hogares lleguen mayores apreturas económicas y, por otro, seguir aventando el mito de la llegada de un populismo fascista, con el doble objetivo de dividir el voto de la derecha y unificar, al tiempo, el voto de la izquierda. Ninguna de las dos tareas es fácil.
Hay, por tanto, estabilidad electoral, pero es engañosa. Galileo la definiría como una ‘estabilidad eppur si muove’, (‘sin embargo, se mueve’), ya que los datos de contexto sobre el ánimo ciudadano en su dimensión personal, económica y política sugieren que esta aparente quietud podría estar enmascarando un aroma de cambio político, aunque, por ahora, es difícil calibrar la intensidad de su fragancia.
En el último año ha habido dos movimientos políticos con una potente capacidad transformadora que todavía no han germinado: en la derecha, la espantada de Vox de los gobiernos autonómicos durante este verano, y en la izquierda, la escisión de Podemos de la órbita de Sumar a principios de año. Y son movimientos relevantes por el protagonismo que alcanzan esos partidos en los dos principales campos de batalla política en lo que queda de legislatura: la vivienda y la inmigración, con permiso del perenne debate sobre el modelo territorial y derivadas.
Existe entre los españoles una mirada antitética al analizar sus preocupaciones personales en función de la ideología: que la vivienda es un problema real es una percepción que crece a medida que los votantes se identifican más con la izquierda, mientras que la inmigración se convierte en un asunto problemático cuanto más se aproxima uno hacia la derecha.
Son dos asuntos de difícil gestión que irán ganando aún más protagonismo. Y serán difíciles de gestionar porque, además de suponer un campo de batalla entre izquierda y derecha, son divisivos dentro de cada bloque. La inmigración quiebra la opinión en la derecha porque Vox gravita en el polo de la identidad y el PP quiere prevalecer solo desde el polo de la gestión. La vivienda podría suponer una línea de fractura en la izquierda, ya que un amplio segmento de votantes acabaría defraudado por la inacción de un Gobierno progresista que no resuelve: subir 8 puntos las pensiones tiene un efecto electoral más inmediato que la enésima promesa de construir vivienda de protección oficial.
Resuenan los ecos de la primera España de Zapatero: fuerte polarización política, lío territorial como telón de fondo, y política migratoria y de vivienda como expedientes políticos de referencia. Pero hoy los bloques no son monolíticos. En el próximo año y medio no está prevista la celebración de elecciones de ningún tipo: una sequía electoral que junto a la manifestada desafección y la desconexión anímica pueden acabar encubriendo movimientos electorales de fondo larvados en pleno ruido blanco de la política española.