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La regulación europea como caballo de Troya

Suelo desconfiar de toda norma (venga de quien venga) que pretenda regular las libertades informativas porque creo que siempre existe la posibilidad de que, tras las buenas intenciones, aparezcan fallas (intencionadas o no) que allanen el camino a la censura. Es por esto que, a pesar de entender la buena acogida que ha tenido el Reglamento europeo de Libertad de Medios (EMFA) por parte de la mayoría de los sectores, yo lo miro con cierto recelo.

El fin que persigue el EMFA, establecido y desarrollado ampliamente a lo largo de sus considerandos, no es otro que garantizar y proteger el pluralismo, la independencia y la libertad editorial de los medios. Un fin incontestable que se fundamenta, por un lado, en la importancia de los medios de comunicación en su papel de perros guardianes de la democracia y, por otro, en el objetivo primordial que cumplen las libertades informativas, que, no es otro, que la creación de una opinión pública libre. Para conseguir este fin, el reglamento establece (ya en su articulado) ciertas medidas que los Estados deberán aplicar de manera obligatoria. Así, por ejemplo, se exige transparencia en cuanto a la titularidad de los medios, a la medición de las audiencias y al reparto de la publicidad institucional (en este caso, además, será preceptivo un reparto equitativo del dinero público), se establecen medidas para una protección reforzada de las fuentes informativas, se incluye la prohibición de instalar softwares espías contra los periodistas, contiene la obligación de crear autoridades independientes de control y, además, apercibe a los Estados para que se aseguren de que los procedimientos para el nombramiento y destitución de los directivos al frente de los medios públicos de comunicación están orientados a garantizar la independencia de los mismos.

A primera vista, parece que el reglamento podría ser la respuesta a las disfunciones y desórdenes informativos que estamos viviendo en los últimos años, podría ser la solución definitiva que garantizara una información de calidad, plural y libre. Pero no es oro todo lo que reluce. La primera pregunta es si era necesaria una norma de este tipo y, la segunda, si es una buena norma. En cuanto a la primera pregunta, mi respuesta es que la mejor ley de prensa es la que no existe. Lo único que garantiza la libertad de expresión y la libertad de información es la no injerencia de los Estados. En cuanto a si es o no una buena norma… el tiempo lo dirá, pero, a priori, debemos alertar sobre ciertos preceptos que abren la puerta a posibles peligros para medios y periodistas y, por ende, para la libertad de información.

Hemos de advertir de que los considerandos que recogen los reglamentos no tienen un valor normativo directo -en el sentido de imponer obligaciones legales-, pero desempeñan un papel crucial en la interpretación y aplicación de las disposiciones, ayudando a garantizar que se comprendan y apliquen de manera coherente en toda la Unión Europea. Los considerandos proporcionan el contexto y las razones que llevaron a la adopción del reglamento. Ayudan a entender el propósito y los objetivos del reglamento, explicando las circunstancias y las justificaciones subyacentes. Aunque los considerandos no tienen fuerza vinculante por sí mismos, son herramientas cruciales para la interpretación de las disposiciones operativas. El tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), ante cualquier conflicto, los usa a menudo para esclarecer la intención del legislador y para interpretar de manera coherente las disposiciones del reglamento.

A pesar de su importancia, no son de aplicación directa, como sí lo son los preceptos incluidos en el articulado. Y, aunque en principio, toda la norma debe interpretarse según los considerandos, lo cierto es el contenido de los artículos, lo que es de obligado cumplimiento.

Así, por ejemplo, me preocupa el artículo 21, que dice: “Las medidas legislativas, normativas o administrativas tomadas por un Estado miembro que puedan afectar al pluralismo de los medios de comunicación o a la independencia editorial de los prestadores de servicios de medios de comunicación que operan en el mercado interior estarán debidamente justificadas y proporcionadas. Dichas medidas deberán ser motivadas, transparentes, objetivas y no discriminatorias”.

Para algunos expertos, este artículo es, en realidad, una garantía si, llegado el caso, los tribunales tuvieran que resolver. En mi opinión, este artículo lo que hace es abrir la puerta a que los Estados (también el nuestro) dicten normas (no solo leyes, sino, incluso, normas administrativas) que puedan afectar al pluralismo y a la independencia editorial. Es cierto que se exige que se dicten bajo criterios de proporcionalidad y objetividad, pero el caso es que podrán aprobarse y, una vez probadas, aplicarse.

Algo parecido ocurre con el artículo 4.5, donde, a pesar de incluir la prohibición de instalar programas espía en los dispositivos de periodistas, medios, etc. abre la puerta a que se instalen efectivamente por la vía de la excepcionalidad. Es una suerte de “no se puede a no ser que”. Y así, lo que era impensable antes del Reglamento por afectar no solo al secreto de las comunicaciones, sino también, al secreto profesional, se hace posible. Como excepción, pero posible. Además, tanto para este caso, como para la protección de las fuentes informativas, se incluye la posibilidad de que se conculque dicho derecho (solo cuando se den las circunstancias pertinentes, eso sí) “si existe autorización previa de una autoridad judicial o de una autoridad decisoria independiente e imparcial”. De esta manera, se admite la posibilidad de que sea una autoridad no judicial la que decida la intromisión en estos derechos, esenciales para la función periodística. En nuestro país, según pareció anunciar el presidente al anunciar su plan de regeneración democrática, parece que esta función recaerá en la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CMNC), que, si bien es un organismo independiente del Gobierno, lo cierto es que sus miembros son nombrados por este, a propuesta del Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital, con la conformidad del Congreso.

Valgan estos ejemplos para apuntalar mis dudas sobre el Reglamento. No sobre las buenas intenciones de los que pensaron (erróneamente en mi opinión) que era necesario regular la libertad de prensa para garantizar el pluralismo y la independencia de los medios. Mis temores se refieren, más bien, en cómo los diferentes Estados estirarán la norma (aplicando algunos preceptos de manera textual) para conseguir el efecto contrario.

El tiempo dirá si el reglamento has sido, finalmente, una tabla de salvación o un caballo de Troya.