Jésica Rodríguez “bebió veneno por licor suave” con José Luis Ábalos. O sea, que hubo amor, tal y como declaró un par de semanas después de San Valentín en el Supremo, donde acudió caracterizada como una espía rusa en la muerte de una tonadillera. “Yo no quería”, dijo la testigo, “ser segundo plato de nadie. (…) Me lo tomé como que él me había decepcionado amorosamente y que todos los planes que tenía no los cumplió”. Sangre en las palabras, oscuras golondrinas que se marcharon y no volvieron, siete cardenales en el corazón, carta monclovita a la ciudadanía. El dulce y peligroso colocón que te lleva a creer que “un cielo en un infierno cabe” y tal. Qué talentazo tan soberbio el del Fénix de los Ingenios, rediós.
Tema sórdido y mercúreo este de Jéssica –o Jessica o Jésica: su nombre suele aparecer escrito de tres maneras distintas–. Lo abordo cauto, prudente, desconfiado. Se dice mucho, no creo que se sepa tanto. Hubo medios que publicaron que el exministro de Transporte la encontró en un catálogo de prostitutas de lujo, pero el 3 de abril supimos que Ábalos encargó un informe pericial que desmontaría el supuesto bulo. El 27 de febrero, el periódico digital The Objective señalaba que pringaba de “madame”, reclutando jóvenes hetairas y llevándose un 35% de la comisión, pero el pasado martes, EDATV nos la desvelaba dentista, promocionando una pasta que mantiene los efectos de los tratamientos blanqueadores. Qué sé yo.
Jéssica Rodríguez afirmó en el Supremo que Ábalos le proporcionó un piso de lujo y que encargó su contratación por parte de dos empresas públicas, Ineco y Tragsatec. El presidente de la segunda, Juan Pablo González Mata, constató en el Senado que la expareja del otrora gerifalte sociata nunca fichó en el sistema de control horario de la empresa y que tenía un contrato “asignado a presidencia de Adif”, cuya máxima responsable era Isabel Pardo de Vera. Jéssica in Love cobraba mil pavos y no fue un sólo día a currar por falta de “interés”. “No tenía interés en el trabajo, pero en cobrar sí tendría interés”, le espetó en el Alto Tribunal el juez Leopoldo Puente.

Quizá, por la proximidad de la Semana Santa, no me sale afilar el colmillo, sino arromarlo. Me inclino a pensar que, si bien Jéssica nunca fue un ser de luz, la historia de aquella estudiante de Odontología con un escudero crucial en el ascenso de Pedro Sánchez fue una peregrinación, hasta cierto punto ingenua, por el infierno dorado, por el sepulcro blanqueado del poder; que, tal y como testificó, estaba verdaderamente enamorada de un tipo que en noviembre fue imputado por cuatro delitos, tráfico de influencias, organización criminal, cohecho y malversación, y que, orteguiana, dedujo que una es una y sus circunstancias. “Ama y haz lo que quieras”: san Agustín nada objetó sobre delinquir en estos términos.
Quién le hubiera dicho a Jéssica, años ha, que se transformaría un personaje clave en la investigación de una trama de corrupción y que, cuando menos, convertiría a uno de los hombres más fuertes del PSOE en un paria, en un proscrito, en un ser impuro a ojos de Ferraz. Este lunes, la dentista –la prefiero dentista a cazatalentos de putas– acudirá al Senado para comparecer en la comisión que investiga el caso Koldo y sus ramificaciones. “Si me regalaban unas flores”, contó en el Supremo, “aunque las trajese Koldo, eran de Ábalos”. Firmo por que, cuando la exnovia del exministro se plante en la Cámara Alta, ya sea en la silla, ya sea en la mesa, se tope con una rosa blanca y una tarjeta con una dedicatoria. Quien lo probó lo sabe.