Un dato destaca sobre todos los demás en los resultados de las elecciones autonómicas catalanas: por primera vez en 40 años, los partidos nacionalistas no van a alcanzar la mayoría absoluta en el Parlament. La ligera subida de Junts (3 escaños) y la irrupción de la ultraderecha xenófoba que representa Aliança catalana (con 2 escaños) no compensan en absoluto el desastre de la izquierda independentista (ese oxímoron): entre ERC y CUP pierden hasta 18 escaños. En una política como la catalana, donde el eje izquierda-derecha hace tiempo que es secundario, estamos ante un hecho histórico que parece confirmar la crisis de un proyecto como el secesionista, estancado desde la derrota de 2017, incapaz de ir más allá de la retórica victimista y de la constante reivindicación de injustificados privilegios. Esquerra ha demostrado, con el gobierno autonómico más inane que se recuerda, su incapacidad para gobernar y ha arrastrado al nacionalismo a su derrota más contundente.
Correlativamente, el éxito de los partidos españoles es incontestable: Vox se mantiene, el PP se recupera de manera espectacular de la mano de un Alejandro Fernández que saca a su partido de las catacumbas (pasa de 3 a 15 escaños) y, sobre todo, Salvador Illa ha llevado al Partido Socialista a una clara victoria, ganando 9 escaños. Como estaba previsto, Ciudadanos desaparece de manera ya definitiva, cerrando así uno de los episodios más ilusionantes de la política catalana, quizá víctima de sus propios errores. Sin embargo, esta desaparición queda en segundo plano ante la subida de los partidos constitucionales, que globalmente aumentan su representación en 15 escaños.
Hasta aquí, los resultados. Otra cosa es el futuro, que plantea dos grandes preguntas: la primera es la de quién acompañará a los socialistas en el gobierno, porque a estas horas pocos dudan de que Salvador Illa será el próximo presidente de la Generalitat: se lo ha ganado a pulso. No está tan claro, en cambio, si se formará un nuevo tripartito con ERC y los Comunes o si, en un giro que hasta hace poco era impensable, acabará gobernando de la mano de un Junts domesticado y vuelto al redil de la política cotidiana, acaso con un Puigdemont ya amortizado para siempre y confortablemente instalado en su despacho de ex-president.
La segunda pregunta, y la más importante, es la cara que va a mostrar un PSC de nuevo gobernante: si en efecto se va a convertir en el partido que devuelva a Cataluña a la senda constitucional, que recupere el respeto por las leyes y las instituciones y que rompa por fin con cuatro décadas de identitarismo reaccionario. O si, por el contrario, forzado por sus aliados o alentado por su propia alma nacionalista (la que muchos con buenas razones le atribuyen), va a recuperar las políticas de los tripartitos de Maragall y Montilla. Sus gobiernos no sólo no contribuyeron a la normalización de Cataluña sino que atizaron el fuego del secesionismo, y nos convencieron a muchos de que poco cabía esperar, en términos de regeneración democrática y de progresismo político, de un partido que de socialista solo parecía haber mantenido el nombre. Salvador Illa tiene ante sí esa gran responsabilidad y esa gran oportunidad: en última instancia, de él va a depender que la histórica derrota del nacionalismo en las urnas se traduzca en su efectiva derrota política y social.
Ricardo García Manrique es Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona y Delegado de Izquierda Española en Cataluña.