Si uno piensa en Doña Sofía se le aparecerá en su mente una cara sonriente, serena. El blindaje ante el mundo de quien siente que es Reina antes que persona, y que jamás se ha permitido mostrar sus sentimientos en público.
Ni siquiera en uno de los momentos más duros de su reinado, cuando en 2013 imputaron a su hija, la Infanta Cristina, dejó de ser Reina por ser madre. La noticia coincidió con un viaje de cooperación a Mozambique y, pese a su tristeza, mantuvo su sonrisa permanente y se volcó en aquellos cuatro días de ayuda humanitaria.
Pero hubo un día en que a la Reina Sofía se le cayó la armadura. Hubo un día en que la frustración y la impotencia venció a su control.
Fue un 12 de Julio de 1997. El calor era sofocante. España entera vivía pendiente de su reloj, del tic tac angustioso del segundero que detendría el tiempo en cuanto se supiera. En cuanto se supiera si el destino de Miguel Ángel Blanco, aquel concejal de Ermua de 29 años, batería de un grupo de música e ilusionado porque se acababa de comprar un coche, sería la vida o la muerte.
16.50 horas. Habían pasado 50 minutos del final del ultimátum de ETA. Era sábado. La Familia Real tenía la agenda despejada. Pero en la cabeza de todos sólo había un acto.
Un deber más moral que institucional. Estar pendiente de una vida de 29 años. La misma edad que Don Felipe, el Príncipe de Asturias. Posiblemente, ese día que venció Sofía a la Reina, veía al heredero a la Corona también como un chico normal que podía haber sido Miguel Ángel Blanco.
“Consideraba una injusticia tremenda que Aznar estuviera atado de pies y manos a ETA”
“He tenido trato con ella por más de 10 años, y nunca había visto así a Doña Sofía. El Rey estaba, te puedes imaginar, afectadísimo. Pero Doña Sofía estaba furiosa de no poder hacer nada”, relata para Artículo14 una persona que trabajaba dentro de la Casa y, de una manera muy estrecha, con los entonces Reyes. “Consideraba una injusticia tremenda que Aznar estuviera tan atado de pies y manos a ETA. Ella estaba desesperada por eso”.
El entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, y su ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, no cedieron. Los presos de ETA no serían trasladados a las cárceles del País Vasco. Los medios de comunicación por entero mantenían a sus rotativas a la espera del desenlace. El estómago de la sociedad española tenía cortada la digestión.
Y entonces se supo. La última vez que Blanco había sido libre fue en la estación de Eibar, minutos antes de que la etarra Amaia lo encañonara para llevárselo. Y, la siguiente, en una pista forestal de la localidad guipuzcoana de Lasarte. En el suelo, desangrándose. Con dos tiros en la nuca, obra de Txapote. Aún respiraba.
“Tengo un recuerdo terrible. El recuerdo que más me ha impactado de toda mi experiencia al lado de Doña Sofía”, relata la fuente destacada contactada por Articulo14.
Aquellos pasos que dio hacia “ese hall grande de Zarzuela” se le hicieron eternos. Había que dar la noticia. El Príncipe de Asturias iba a anunciar la tragedia, en compañía de Fernando Almansa, que era el Jefe de la Casa. “Jamás había visto a la Reina Sofía llorar. Ni en los momentos más complicados para ella. Estaba hecha un mar de lágrimas. Pero llorando a moco tendido, como se suele decir. Y sintiéndose impotente porque ellos no podían hacer nada”.
Él también sintió la misma impotencia, por partida doble. “No sabía qué hacer, qué decir. Yo me quedé con los Reyes, y ella no paraba de llorar”.
Don Juan Carlos y Doña Sofía no fueron al funeral por seguridad
Toda la Familia Real quería asistir al Funeral. Los Reyes, el Príncipe de Asturias, las Infantas Elena y Cristina. Una decisión difícil que Aznar resolvió con que sólo podría asistir un miembro. El entonces líder del Ejecutivo no quería poner en riesgo la seguridad de la Familia Real, arriesgarse a un atentado y que el despliegue de seguridad fallara. Se decidió que Don Felipe representara a la cabeza del Estado ese día. El blindaje en torno a su persona fue absoluto.
Tiempo después de la muerte de Miguel Ángel Blanco, Doña Sofía volvió a ser quien era.
Quienes más la conocen, quienes siguen trabajando con ella a día de hoy, la describen como “una mujer absolutamente empática”. Aseguran que en todas las causas humanitarias que ha estado pone todo el corazón en ellas, sin hacer el paripé. “Tiene un mundo propio que no revela a nadie”. Siempre hay una excepción. Aquel 12 de julio.