La del 22 de mayo era una mañana lluviosa. El ensordecedor choque de la lluvia contra el techo de la catedral de La Almudena copaba la atención de los allí presentes. Frente al altar, y después de haber sido acompañado por su madre y reina doña Sofía, don Felipe, que ante las miles de miradas que sobre él se posaban, esperaba a doña Letizia. La solitud, su traje y su reloj acompañaban al príncipe de Asturias en un aguardo que parecía hacerse interminable.
Después de 20 minutos, un bruno e inesperado Rolls-Royce atravesaba la plaza de la Armería del Palacio Real para arribar en la puerta del templo. Improvisto porque la intención inicial era que la novia recorriera el trecho a pie. De aquel bólido bajó y, amparada en el brazo de su padre, Jesús Ortiz, recorrió el pasillo para situarse junto al novio frente a la ara. Una vez superado los iniciales nervios, recuerda la periodista Elsa González, se sucedieron “unas miradas cómplices” entre ambos.
Aquella boda conllevaba consigo un curioso toque modernizador. La de don Felipe y doña Letizia fue el primer enlace monárquico español que congregó sangre real con sangre no real. Un matrimonio morganático como nunca antes visto. Asimismo, indica González, la mencionada había sido una relación que “todos intuíamos que tuvo que superar muchos obstáculos, principalmente familiares”.
Tras la ceremonia, los desposados se dirigieron hacia la basílica de Atocha. Allí les esperaba la virgen, patrona de la Casa Real. Pero aquel periplo que se vio modificado. Y es que durante aquellos días Madrid no era la misma. El devastador atentado terrorista perpetrado dos meses antes, y muy cerca de aquel destino, cambió a la ciudad. Para compartir el silencio y el duelo, don Felipe y doña Letizia se detuvieron en la plaza de Atocha, emplazamiento donde el consistorio instaló unos olivos en memoria de los asesinados.
El momento hizo que aquella boda, como recuerda el exalcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, fuera el despertar de una ciudad. El duelo, que persistía en la conciencia colectiva, se vio ligeramente sanado por el evento. Aquellos que de nada se conocían, se unieron en público para seguir la ceremonia.
A la vuelta de los príncipes al palacio Real, la azulada bandera de Oviedo y su banda de gaiteros les aguardaban. Era también en la plaza de la Armería donde el grupo tocaba y cantaba el Asturias, patria querida. Un hecho, confiesa la periodista Ascensión Vázquez, que provocó una emotiva reacción en doña Letizia, a quien le brotaban las lágrimas.
Escasos cinco minutos después, ambos se dirigieron hacia el único balcón cuyas ventanas quedaban abiertas. Ya bajo un resplandeciente sol, los contrayentes se daban un beso en la mejilla. Un gesto que, a ojos de la sociedad, simbolizaba la unión.
Aquel ósculo cerraba, sobre todo para el príncipe, el intrínseco pero complejo espacio que pudo suponer el hecho de contraer matrimonio. Es decir, cuando ocurría ese enlace, como recuerda González, él tenía 36 años. Como anécdota de ello, la periodista también relata que en la petición de mano de la infanta Cristina le preguntó si no se daba por aludido. La respuesta de don Felipe: no había oído bien la pregunta.
El banquete, que también supuso otro gran reto logístico, estaba preparado por Ferran Adrià y Juan Mari Arzak. Con ellos, y siguiendo el hilo del diseñador Manuel Pertegaz, quien confeccionó el vestido nupcial de doña Letizia, la marca España se alzaba persistente durante ese 22 de mayo.
La noche caía en Madrid. Eran las nueve o las diez. Por entonces, los brindis con cervezas entre los periodistas que cubrían la boda real marcaban el final de un intenso día. Pero un SMS rompía la satisfacción del momento. Aquel mensaje informaba a los informadores que su labor continuaba al día siguiente. Los príncipes empezaban su luna de miel en Cuenca. Un periplo que luego continuaría por Albarracín, Sos del Rey Católico, San Sebastián y Petra (Jordania).