Su gesto y sus lágrimas han sido portada internacional. Su rostro “desencajado”, manchado de barro, ha dado la vuelta al mundo. Pero esa cara tan desconocida para muchos a mí me resultó familiar, también por un motivo desgraciado. No fue una DANA. En mi caso fue un tsunami personal, cuando mi marido murió de cáncer muy joven. Era mi tragedia en ese momento. No llevaba muchos años, cinco, cubriendo informativamente las actividades de la Casa Real en la cadena SER. Mi trato con ella, entonces Princesa, se limitaba única y exclusivamente a la cobertura de algunos actos institucionales. No la conocía de antes. Nunca había coincidido con ella como periodista. Y mi relación más personal se limitaba a unas cuantas charlas que manteníamos los compañeros de los medios de comunicación cuando terminaba el acto oficial. Nada más.
Hasta que esa persona que “cubres” informativamente se acerca a ti en unas circunstancias distintas. Era una mañana de finales de agosto. Yo estaba sentada delante del ordenador. Sonó el móvil, número oculto. Lo cogí: “Hola, soy Letizia”. No me lo podía creer. Pensé que era una broma. Pero ningún compañero sería capaz de hacer algo de tan mal gusto en un momento tan duro. Me costó creer que una Princesa, sin intermediarios, contactara conmigo de una manera tan personal. Lo que hablé con ella lo guardo en el relato de mi vida.
Pero lo que sí puedo compartir, porque fue en el transcurso de un acto público, es la visita oficial que llevó a los Príncipes a mi pueblo, Campo de Criptana. Era septiembre de 2009. Yo seguía la visita para mi medio de comunicación, pero como vecina de allí también me invitaron a la recepción que les ofrecieron en el Ayuntamiento. Allí estaban los políticos autonómicos, autoridades locales, representantes de las asociaciones de la zona, personajes famosos de la tierra, como Sara Montiel o Luis Cobos. Había mucha expectación y muchas ganas de saludarles personalmente. Pero todos los que asistimos a este tipo de actos sabemos que rige un protocolo normalmente “muy estricto” y se va saludando por orden de rango y de importancia.
Obvio decir que yo no era “de los importantes”. Era, cómo dice la canción, “la última de la fila”. Pero para ella en ese momento era “la primera”. Entendió que necesitaba cariño. Hacía justo un mes que había muerto mi marido. No hubo protocolo que la detuviera para acercarse a mí a darme un abrazo.
Pero no sólo eso. Me escuchó. Me preguntó por mis hijos. Me cogió por los brazos. Me consoló. Yo no era “importante” pero mi relato le importó. Y esa empatía y esa cara que vi en el barro de Paiporta, la reconocí 15 años después.