A mí también me han besado sin que yo lo deseara hombres más poderosos que yo, más ricos que yo, mayores que yo. Incluso me han besado sin que lo deseara hombres que podían ser mis iguales, y otros que serían «menos» que yo en todos esos sentidos si acaso tuviera la costumbre de medir a los seres humanos por su poder, su riqueza o su edad.
A mí me han tocado el culo hombres desconocidos, ignoro si ricos o pobres, en medio de la calle o en un bar. Me han arrimado sus genitales en el metro. Hasta me los han enseñado algunas mañanas a pocos pasos del Instituto Femenino de Oviedo en el que estudié durante muchos años. A mí, y a todas las niñas y adolescentes que teníamos que pasar por aquella esquina para ir a clase.
A mí me han agarrado por todas partes en una discoteca o en una fiesta mientras bailaba a mi bola. Me han dicho toda clase de groserías cuando caminaba tan tranquila por la acera sin fijarme en nadie. Me han susurrado marranadas al oído en medio de una ceremonia. Me han invitado a comer señoros tremendos que confundieron mi aceptación de una charla amigable con una invitación a compartir una tarde de sexo.
A mí me han acosado diciéndome obscenidades en mitad de una entrevista en televisión. Me han metido mano por debajo de la blusa para tocarme el pecho una tarde cualquiera en una calle corriente y, al defenderme, me han llamado a gritos puta. Me han obligado a huir corriendo de un parque cuando lo único que quería era sentarme a leer tranquila un rato.
A mí, y a usted, y a la directora de este periódico, y a la señora que esta noche ha limpiado la redacción. A todas nosotras. Nos hemos pasado la vida, desde la adolescencia, dando largas a tipos babosos, defendiéndonos y huyendo de energúmenos que se creen con derecho a invadir nuestro espacio, a manosear nuestra piel, a intimidarnos porque ellos son hombres y nosotras un cuerpo permanentemente a su disposición. Con derecho a agredirnos.
Lo más sorprendente es que las mujeres que ya tenemos una cierta edad ni siquiera nos dábamos cuenta de que estábamos siendo agredidas. Era perturbador, sí, era desagradable y asqueroso, pero crecimos sabiendo que esas cosas pasaban continuamente y aprendimos a normalizarlas. A menudo incluso seguimos mostrándonos amables y educadas con el agresor cuando este era alguien cercano —un conocido borracho, un compañero de trabajo, un jefe— porque sabíamos que no nos quedaba otro remedio y que la única manera de continuar con la vida colectiva era hacernos las tontas y fingir que no pasaba nada. Y muchas veces ni siquiera entendimos muy bien lo que nos había ocurrido hasta horas o días después, incapaces de reaccionar en el momento. Porque las agresiones a menudo te bloquean física y mentalmente, sí.
El 20 de agosto de 2023, vi la final del Mundial Femenino de fútbol con un grupo de amigas más o menos de mi edad. Celebrábamos el éxito de nuestra selección cuando el presidente de la Federación le plantó un beso a Jenni Hermoso en la boca. Compartimos como siempre exclamaciones. De asco —«¡Otro tipejo repulsivo que se pasa de la raya!»— y de hartazgo: «¿Pero es que esto no va a terminar nunca?» Estábamos seguras de que habría protestas por el asunto pero que, como de costumbre, no ocurriría nada. Nos parecía tan solo algo repulsivamente normal. Agotadoramente normal.
Creímos que Jenni Hermoso haría lo mismo que nosotras habíamos hecho mil veces: que sonreiría, le quitaría importancia, disimularía el malestar y la impotencia para poder seguir formando parte de la tribu. Ni se nos pasó por la cabeza que aquello fuese considerado una verdadera agresión —con el agravante de las cámaras y el público— y que el asunto terminara en un juzgado.
Por suerte, estábamos equivocadas. La gran Jenni, apoyada por sus compañeras y por buena parte de la sociedad española, no estaba dispuesta a hacerse la boba ante la violencia y la humillación que aquel gesto supuso ni, mucho menos, a aguantar las presiones mafiosas a las que fue sometida y que hacen que la historia sea todavía más sórdida. (Y sí, también esas las conocemos a fondo.)
No saben cuánto me alegro de que las mujeres jóvenes hayan aprendido a vivir de otra manera, a verse de otra manera a sí mismas, sus derechos, su libertad, la absoluta inviolabilidad de sus cuerpos. De que no se sientan obligadas a aparentar un día tras otro que es normal lo que jamás debería serlo, de que llamen a las cosas por su nombre —porque una agresión es una agresión— y no estén dispuestas a consentir toda esa violencia cotidiana que nosotras, las mayores, a las que tanto nos besaron y nos toquetearon sin que lo deseáramos, vivimos como un destino irremediable. ¡Qué orgullosa estoy de todas las Jennis!