La DANA nos ha dejado un paisaje apocalíptico: coches amontonados, calles rotas y gente caminando llena de barro. Las riadas lo han arrasado todo. Se han llevado por delante cables, ramas, basura, muebles y objetos que enredados entre sí forman una estampa monstruosa. Hasta han tirado abajo los puentes que nos enlazan.
Parece que la tragedia no tenía suficiente con Filomena, el volcán o la covid. Los afectados viven una pesadilla. Las primeras horas sin ayuda, sin agua potable, sin luz, sin comida. Muchos, sin salida. Una cosa es estar incomunicado y otra es sentirse abandonado. Así lo han expresado. “Hay que vivirlo”, dijo una señora en televisión. La periodista no pudo evitar emocionarse con los testimonios. A los que no estamos allí también nos duele.
En estos casos nos reconocemos tremendamente vulnerables. Sólo así somos conscientes de nuestra debilidad e impotencia. Impacta la cifra de muertos y desaparecidos, que va en aumento. Tengo la sensación de que nos la ocultan para que vayamos digiriendo el número final que será espantoso.
Nos decíamos que esto sólo podía suceder en un país con menor desarrollo, pero la naturaleza nos barre e iguala. Cuesta comprender que en esta época, repleta de comodidades, no se pueda prever o al menos mitigar una catástrofe semejante. No entendemos que la reacción haya sido tan lenta.
Por suerte, el espíritu de comunidad sigue intacto. Cuando nos hieren, nos ayudamos. Respondemos con un abrazo colectivo. Eso, al menos, dentro de la desgracia, reconforta.
Llega el momento de ver lo mejor y lo peor de las personas. Como siempre saqueadores y vándalos han salido a aprovecharse del desastre. Pero frente a esa imagen se impone la de las columnas de voluntarios. El aluvión de ciudadanos, conmovidos por todo lo ocurrido, que no han podido quedarse de brazos cruzados. Han preferido armarse con escobas y palas.
Hay que aplaudir la solidaridad y cuidar que sea organizada. Dicen que dos manos expertas, valen más que mil. Desde luego, si no saben qué hacer, pueden dificultar las tareas de rescate y limpieza. A partir de ahora los grupos de trabajo deben acudir de forma ordenada a los puntos donde más se les necesite.
Hace unos meses leí la saga de Blackwater y da escalofríos pensar que la inundación, con la que comienza su relato, ha traspasado la ficción. A su autor, Michael McDowell, le gustaba difundir sus textos por entregas. Aquí me temo que también vamos a vivir unas cuantas porque nuestra historia no acaba aquí.
En esta novela se narra que la crecida de los ríos afecta a Perdido, en Alabama. Asustados, los supervivientes deciden construir un dique para que no vuelva a suceder. Sin embargo, mucho tiempo después acaba por repetirse. En cuanto empiezan las lluvias torrenciales, saben que deben adoptar medidas. “No le puedo prometer que vaya a servir de nada. Lo único que le puedo prometer es que se van a dejar la piel para salvar a este pueblo”, le comenta un coronel al alcalde proponiéndole que sus hombres comiencen a evacuar de inmediato a la población de la zona.
Eso es lo primero. Sortear el peligro. Lo que aquí no se hizo. ¿Cuántos fallecimientos se podrían haber evitado con una alerta a tiempo? Aunque, en una emergencia no caben rifirrafes partidistas. No busquen culpables, señores. Por una vez no pierdan el tiempo señalándose y respondan unidos. Ya sabemos que es difícil gestionar algo que no se ha gestionado nunca.
En España es complicado que alguien asuma responsabilidades, pero si lo hiciesen ya no se puede compensar el daño. De nada sirven tampoco las batallas políticas. Así que lo mejor es dedicarse a acelerar los trabajos.
Estamos a tiempo de que no empeore la situación. Hay que evitar que el apoyo desplegado termine convirtiéndose en una avalancha en los hospitales con enfermedades infecciosas por las aguas empantanadas.
No debe caer encima aquel que lleva varias noches dando cobijo a sus vecinos, la mujer que se abrazaba a sus animales, el que sacó las sábanas de su cama para improvisar una cuerda de rescate y, por supuesto, los que han ido a limpiar los hogares de desconocidos y ya son casi familia.
Antonio Machado lo decía: “En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”. Ahora concentrémonos en el reverso de la fragilidad: la fortaleza.