Opinión

Vuelva usted mañana, desgraciado

taquilla.
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Arriba uno a la estación de Atocha el pasado lunes, a eso de las seis de la tarde, en un vagón de la Línea 1 con el aforo máximo triplicado y una sensación térmica, no exagero, de cincuenta grados. Algunos salimos del metro exhaustos, buscando con urgencia un concentrador de oxígeno, y felices, por no haber sufrido un síncope. Le recomiendo la experiencia al Consejero de Transportes de la Comunidad de Madrid, Jorge Rodrigo Domínguez: nunca la olvidará… si de ella sale con vida.

El caso: acudo a la vieja Estación del Mediodía porque tengo que sacar un billete de tren a la antigua, prescindiendo de aplicaciones y webs, con Jeosm, el fabuloso fotógrafo de la revista literaria Zenda. Motivo: viajaremos a Gijón en verano, mi compadre posee no sé qué carné con el que le descuentan un pico más que notable y, para hacer el trayecto juntos, nos plantamos en la estación para comprar los pasajes. Nos encontramos en el jardín tropical, donde habitaban 300 tortugas acuáticas hasta que fueron desahuciadas en 2018, vamos a la oficina de venta de billetes y la hallamos, como es habitual, más atestada que la cola virtual del concierto de Taylor Swift. Hay gente de cien mil raleas: individuos solitarios, padres con niños, matrimonios de ancianos, etcétera.

Mientras nos acercamos al dispensador de turno, nos damos cuenta de que algo no marcha bien. Sucede que la máquina, masivamente sitiada, sólo imprime tickets para viajar el mismo día y/o para viajar a Toledo, Ciudad Real y Puertollano. La confusión es total, nadie tiene ni idea de nada. Olvídense, por supuesto, de encontrar a algún empleado de Renfe que, ante semejante guirigay, no ya solucione, sino aconseje u asesore a la tropa. Como, insisto, es en julio cuando queremos viajar, y no a La Mancha, sino a Gijón, caminamos hacia la otra oficina de venta, que está en obras. Al fondo, leemos: “Venta Media Distancia”. Le contamos lo sucedido a una empleada que, muy amablemente –lo cortés no quita lo valiente–, nos dice que en ese puesto no venden billetes a la ciudad asturiana y nos manda a Mordor, o sea, a Chamartín, opción que descartamos porque, en menos de una hora, haremos una entrevista. Nos encontramos una máquina supermoderna, de esas, en teoría, artificialmente inteligente, y nos atiende una operadora. La conexión es pésima, la imagen se congela y el sonido se corta, pero una cosa sí que se le entiende clarinete: “No les puedo ayudar”.

En definitiva, que regresamos al punto de partida a eso de las siete y diez, nos dirigimos a un empleado y nos dice que las taquillas de venta están cerradas porque, a causa del pifostio montado, hay más de cien personas esperando. Jeosm le explica nuestra pretensión y el tipo, como aquellos personajes del celebérrimo artículo de Larra, le responde: “Venid mañana. A las 7:30 no suele haber gente”. Nos damos el piro derrotados, claro.

Posdata: al día siguiente, Jeosm retorna, a las ocho en punto, a la misma sala de venta. Y otro empleado, como a aquel monsieur Sans-délai del genial periodista decimonónico, le repite la cantinela: “Ven mañana antes o prueba en Chamartín”. Desgraciao, le faltó añadir. En fin, disculpen la batallita. A ver cómo narices sacamos esos billetes… nosotros, que sabemos; imagínense el problemón al que se enfrentan las víctimas de la impenitente brecha digital. Bien pensado, pelillos a la mar: Renfe irá como el culo, pero siempre nos quedarán los fusilamientos tuiteros de Óscar Puente. Eso, y no el correcto funcionamiento del transporte público, es lo verdaderamente importante.

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